En menos de un siglo, los países desarrollados se han encontrado casi de repente con diez años más de vida media con los que no saben muy bien qué hacer, pues han distorsionado, entre otros, el ámbito laboral, el de las pensiones, el del ocio y en especial el sanitario. En las clásicas divisiones sobre las edades del hombre, tras la infancia y la pubertad, la juventud se prolongaba hasta los 50 años, la madurez terminaba a los 70 y entonces empezaba la vejez, senectud y decrepitud, con sus fracturas, cegueras, demencias, invalideces y demás debilidades añosas.
Si hay un desafío de magnitud épica para los actuales y futuros sistemas sociosanitarios es el que se avecina con el envejecimiento de la población, la entrada de los baby-boomers en la tercera y en la cuarta edad. La proliferación de ascensores y rampas en viviendas y servicios públicos es uno de los reflejos de la creciente sociedad de las canas, los bastones y las arrugas.
Es bien sabido que esa población consume la mayor parte del gasto sanitario en hospitalizaciones, consultas y fármacos. Y su presión, creciente y exigente, no hará más que aumentar esa cifra. Como se informa en este número con la adaptación de la diálisis a los centenarios, las intervenciones y terapias tendrán que irse acomodando a unos pacientes frágiles, polimedicados, con los ánimos no muy festivos, con estructuras familiares reducidas y con la tentación de tirar la toalla a la que invitan sibilinamente las compasivas leyes de eutanasia con las instrucciones previas de ‘no reanimar’, que años más tarde, cuando llega la hora, se suelen enfrentar al instinto de supervivencia, ese ‘clavo ardiendo’ que tanto cuesta soltar.
De vez en cuando se leen artículos o debates sobre la oportunidad de trasplantar a un anciano o desobstruirle el corazón; aparte del riesgo, su corta expectativa de vida destruye los cálculos de coste-efectividad. También se discute si los cribados habituales deben abandonarse al cumplir los 70 años o si no es mejor dejar que la neumonía siga su curso en un anciano que agotar el catálogo de antibióticos.
¿Merece la pena gastarse 100.000 euros en una operación compleja o en un nuevo anticuerpo si el pronóstico es inferior a cinco años? ¿No es mejor destinarlos a personas más ‘duraderas’? Al igual que en un triaje tras una masacre hay que priorizar a los heridos, cuando los recursos son limitados es necesario distribuirlos con sentido común. El riesgo es que una fría visión utilitarista, un despiadado algoritmo distanásico, imponga sus reglas.
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