La última encuesta de la agencia Gallup en Estados Unidos sobre la imagen de 25 sectores industriales, publicada a comienzos de este mes, sitúa a las compañías farmacéuticas en último lugar, con una calificación neta de -31 puntos (27% de opiniones positivas y 58% negativas), su puntuación más baja desde el inicio de estas encuestas en 2001; en primer lugar figuran los restaurantes y la industria informática. A primera vista es paradójico que el sector que destina sus esfuerzos a salvar vidas y aliviar dolores sea el más detestado. En la web American Council on Science and Health, el biólogo y químico de Harvard Christopher Gerry apunta algunas razones de esta mala reputación: precios de fármacos elevados y subiendo; ingeniería de patentes a veces en los límites de la legalidad; y crisis de los opioides, con demandas y sanciones a empresas como Purdue Pharma (OxyContin), declarada en bancarrota la semana pasada, y Johnson & Johnson.
Cuando en 1923 Frederick Banting descubrió la insulina, se negó a patentarla. No le parecía ético que un médico se beneficiara de un descubrimiento que salvaría vidas. Los coinventores James Collip y Charles Best vendieron más tarde la patente de la insulina a la Universidad de Toronto por un dólar. Querían que todos los que la necesitaran pudieran pagarla. Sin embargo, el coste de las cuatro insulinas más populares en Estados Unidos se ha triplicado en la última década. En 2016, según la web Efects4you, el precio medio de la insulina subió a 450 dólares al mes.
A diferencia de los países europeos, cuyos gobiernos regulan y negocian los precios con las compañías, por lo que son más moderados, en Estados Unidos las farmacéuticas regatean por separado los precios con una gran variedad de aseguradoras privadas. Y Medicare, el programa de salud del gobierno para mayores de 65 años, y el mayor comprador de medicamentos del país, tiene prohibido negociar los precios, lo que beneficia a la industria farmacéutica. Los fabricantes de insulina dicen que los aumentos obedecen a la innovación, a formulaciones más efectivas que las antiguas, aunque hay médicos que ponen en duda esa mayor eficacia, como argumentaban hace dos años en The Lancet el farmacoepidemiólogo Jing Luo y su equipo de la Universidad de Harvard. “Es extraño -decían- que el vial de Humulin cueste 150 dólares, teniendo en cuenta que empezó a venderse en 1982”. La falta de competidores genéricos, la complejidad de la fabricación y las constantes reformulaciones explicarían esas subidas de las insulinas.
De todos modos, las protestas de los afectados han movilizado a algunos políticos. Así, en mayo pasado, el estado de Colorado aprobó limitar el precio de la insulina: los diabéticos no tendrán que pagar más de 100 dólares al mes. Se espera que más estados sigan este ejemplo y que se extienda a otros medicamentos.
Escándalos mayores han erosionado aún más la reputación de las compañías. The Medical Futurist citaba hace poco a Martin Shkreli y la indignación que causó cuando aumentó el precio de Daraprim (pirimetamina), antiprotozoario muy usado frente a la malaria y la toxoplasmosis, de 13,50 dólares a 750 por pastilla en 2015: un aumento de más del 5.000% para un fármaco cuya fabricación es baratísima. Shkreli y su compañía pudieron hacerlo al adquirir los derechos exclusivos para la venta del medicamento en Estados Unidos sin que nadie más ofreciera una alternativa. Un artículo de noviembre de 2014 en The New England Journal of Medicine analizaba cómo algunas empresas compran los derechos de medicamentos genéricos viejos y baratos, excluyen a los competidores y aumentan los precios. Por ejemplo, el albendazol, un antihelmíntico aprobado en 1996, costaba en 2010 al por mayor 5,92 dólares por día, pero en 2013 había subido a 119,58.
En la cúspide de esta escalada de precios se encuentran algunas nuevas terapias para enfermedades raras. En mayo de 2019, la FDA aprobó el medicamento más caro en el mercado hasta la fecha: Zolgensma, una terapia génica para la atrofia muscular espinal; cuesta 2,1 millones de dólares por paciente. Es la segunda terapia génica aprobada por la FDA; la primera (Luxturna) se aprobó en 2017 para una forma genética de ceguera y cuesta 425.000 por cada ojo. En la trastienda parece haber quedado Glybera, la primera terapia génica, de la holandesa UniQure, aprobada en Europa en 2012 para corregir la deficiencia de la lipoproteína lipasa. Su fracaso no parece deberse a su precio de 1,2 millones de dólares sino a los pocos pacientes tratados. Aun así, los llamados fármacos huérfanos, gracias a los incentivos que proporcionó la Orphan Drug Act de 1982, han pasado del olvido a la vanguardia: en 2010, el 30% de los nuevos fármacos aprobados por la FDA fueron huérfanos y sus ventas ya suponen el 13% del total del mercado farmacéutico. Ante el auge de los genéricos, que ya representan el 90% de las recetas, las compañías farmacéuticas vislumbran los tratamientos de enfermedades raras y terapias genéticas como su próximo motor empresarial.
El bioético Samia Hurst, de la Universidad de Ginebra, comentaba hace unos años en Daily Nous que “obtener ganancias al encontrar, desarrollar y vender productos farmacéuticos es legítimo. El esfuerzo y la creatividad desplegados merecen recompensa”. Es el incentivo para seguir desarrollando nuevas terapias. Y el filósofo político Matt Zwolinski, de la Universidad de San Diego, justificaba que esos altos precios no solo son necesarios para recuperar el gasto en I+D, sino también para compensar los cientos de otros medicamentos que nunca llegaron al mercado.
Para un laboratorio, lo ideal son los fármacos para crónicos, escribía en agosto pasado en Aeon Clayton Dalton, del Hospital General de Massachusetts. El caso de los recientes fármacos que eliminan la hepatitis C es bastante insólito; de ahí su precio. En 2015 las ventas de Harvoni fueron de 14.000 millones de dólares; este año se espera que las cinco marcas contra la hepatitis C sólo generen 4.000 millones de dólares en ventas. La metamorfosis hacia la medicina personalizada y más curativa tiene un precio, pero la experiencia indica que el mercado, el tiempo y alguna regulación administrativa contribuyen a moderarlo. Puede haber fórmulas solidarias, intervencionistas o mejores opciones de pago, pero el sistema actual, con sus distorsiones, es el menos malo. Si alguien tiene alguna idea mejor nadie le impide ponerla en práctica.
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