Hace seis meses, el periódico británico The Guardian entrevistaba a un holandés que había estado donando semen durante veinte años a tres bancos de gametos. Confesó que estimaba que podría ser el padre de unas 200 personas; hasta entonces solo se habían confirmado genéticamente unas 60; con algunas de ellas ya había entrado en contacto. Casos parecidos se han ido conociendo en los últimos años, lo que ha obligado a bancos y clínicas de reproducción asistida a establecer límites, si bien la transparencia de este sector nunca ha sido modélica.
Algunos países, como el Reino Unido en 2005 o el estado australiano de Victoria en 2016, ya han decidido acabar con el anonimato de las donaciones de gametos. Los defensores de mantener el secreto rehúyen la conexión personal con una situación de la que no quieren saber nada: no fue más que una relación altruista, instrumental o mercantil, según las condiciones de cada país. Aportaban algo que otras personas necesitaban, como un donante de cualquier otro órgano.
Los partidarios de poder disponer de la identidad de su padre o madre biológicos, si así lo desean, insisten en que una persona tiene derecho a conocer de dónde proceden sus genes, su herencia corporal. En las últimas décadas han ido apareciendo páginas web en las que se invita a donantes y descendientes a quienes se ha comunicado su origen anónimo a desenmascararse. Tanto legislaciones como sociedades científicas implicadas tienden ahora, aún con cierta timidez, a que los padres que han acudido a la reproducción asistida y han empleado algún gameto de donante informen de esa circunstancia a su prole cuando esté en disposición de entenderlo, del mismo modo que se actúa con los hijos adoptados.
Además de satisfacer esa curiosidad genealógica que a la mayoría de las personas les asalta en algún momento de su vida y que en el caso de los padres biológicos es algo mucho más serio que un cotilleo televisivo, un registro clínico de los donantes puede ser en ocasiones vital para la salud de esas descendencias, por ejemplo, ante alguna enfermedad rara, o en casos extremos, para evitar futuros incestos.
Al margen del matiz mercantilista de esta práctica, de la tecnificación de la hasta no hace mucho romántica, amorosa, reproducción humana, algunos vaticinan que los avances y popularidad de las secuenciaciones genómicas y el rastreo genético que suponen terminarán por forzar el fin de ese anonimato.
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