The Brain That Wouldn’t Die es una película de terror/ciencia ficción de 1962 dirigida por Joseph Green. La trama gira en torno a un científico loco (Bill Cortner) que experimenta con partes humanas, manteniéndolas con vida con independencia del resto del cuerpo. Cuando su novia Jan muere decapitada en un accidente automovilístico, Cortner recoge su cabeza y la revive en una bandeja llena de líquido. Luego empieza a cometer asesinatos para obtener un cuerpo al que añadir a la cabeza de su prometida. El mito de Frankenstein en versión serie B.
El cerebro se considera como la caja negra de una persona, donde se acumulan sus recuerdos, su inteligencia, sus locuras, su modo de ser, sus proyectos. Es la torre de control del cuerpo. Mucha ciencia ficción y el polémico transhumanismo juegan con él en sus fantasías de eternidad terrena, de trasplantes de cabezas y de pervivencia en la nube digital.
El experimento con cerebros de cerdo publicado hace unos días en Nature por un equipo de la Universidad de Yale ha despertado la imaginación sobre las posibilidades de revivir el cerebro después de muerto. Como se explica en el Primer Plano, se trata de un ensayo con limitaciones y con antecedentes. Tendrá algunas implicaciones en la investigación neurocientífica y planteará discusiones bioéticas, pero al menos por ahora no servirá para curar el Alzheimer ni se podrán exhumar cerebros de políticos y famosos para que revelen secretos de ultratumba.
Sí parece que el cerebro es más resistente de lo que se pensaba a la hipoxia. Por lo que, como comentan los bioéticos Stuart Youngner y Insoo Hyun en Nature, “el sistema utilizado por los investigadores plantea la pregunta: ¿cuánto tiempo debemos tratar de salvar a las personas?”.
La cuestión incide, siempre con un enfoque muy preliminar, tanto en los esfuerzos de reanimación cardiopulmonar dirigidos también a evitar el daño cerebral y que varían según países, hospitales y protocolos, como sobre todo en la extracción de órganos para trasplantes. Si se confirma dicha resiliencia cerebral, ¿podrían algunas personas que hoy en día son declaradas muertas después de una pérdida catastrófica de oxígeno convertirse mañana en candidatas para una resucitación cerebral en lugar de para donación de órganos?
Si la muerte cardiocirculatoria, que avala la donación en asistolia, suscita en ocasiones algunas dudas bioéticas frente a la más clara muerte encefálica, este ensayo plantea nuevas incertidumbres sobre el inaprensible momento exacto de la muerte.
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