Hace dos meses, en la web Respectful Insolence, el cirujano David Gorski diseccionaba -y disolvía en ácido sulfúrico- un vídeo sobre el ‘Holocausto de las Vacunas’, de Mike Adams, un extravagante empresario de remedios alternativos y potenciadores inmunes, muy activo en el ciberespacio. El alegato de Adams es un guión de película apocalíptica: “El Holocausto [de los nazis] consistió en el asesinato coordinado de seis millones de judíos… Otro holocausto lo está perpetrando ahora la industria de las vacunas, también dirigida por un gobierno fascista al igual que el Tercer Reich. Excepto que el impacto de este holocausto va mucho más: implica la mutilación, lesiones y muertes de cientos de millones de personas en todo el mundo.
Al igual que Hitler criminalizó a cualquiera que criticara su régimen autoritario, el Gobierno secreto de las vacunas en Estados Unidos, liderado por el CDC [el Centro para el Control de Enfermedades, en Atlanta], ha logrado la censura coordinada de todas las críticas a las vacunas en todas las plataformas tecnológicas: Google, Facebook, YouTube, Vimeo, Twitter y otros. Todos los canales con contenidos o vídeos que se atreven a denunciar las estadísticas de los niños que son asesinados con las vacunas son sistemáticamente anulados y censurados”.
Según Adams, la intención oculta de los vacunadores es acabar con el 90% de la población. Mientras tanto, desarrollan robots e inteligencia artificial para hacer el trabajo de todos esos millones de personas que morirán por el arma biológica de las vacunas. Añade que los globalistas piensan que cualquiera que sea “lo suficientemente estúpido” para “ser inyectado con sustancias desconocidas” es “demasiado estúpido para formar parte del futuro de la humanidad”.
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En el clímax de la conspiración, Adams revela que en realidad los globalistas han contactado con extraterrestres más avanzados que nosotros y se han dado cuenta de que la Tierra debe competir y expandirse en una economía cósmica. Por lo tanto, necesitan redirigir los recursos hacia la ciencia, las tecnologías de colonización y la defensa. Y en lugar de gastar en “bocas inútiles”, creen, según Adams, que estos recursos deben redirigirse para acceder a ese “ecosistema cósmico de seres inteligentes”. El atónito David Gorski asegura que no bromea ni exagera cuando reproduce este cúmulo de insensateces.
Seguramente, Adams no atraiga más que a un puñado de alucinados, pero otros grupos, movidos por razones filosóficas, religiosas, naturistas, ecologistas o sentimentales, están alentando un frente antivacunación algo preocupante.
El auge del sarampión, que causó unas 100.000 muertes el año pasado en el mundo, es el efecto más visible. Otro se refleja en las reuniones trimestrales del Advisory Committee on Immunization Practices del CDC de Atlanta, que han ido evolucionando del aburrimiento burocrático hace pocos años a la hostilidad creciente de oponentes a las vacunas que pueden acudir a tales sesiones. “¿Cómo se puede decir que una vacuna que casi mata a mi hijo puede ser segura y efectiva?”, preguntó el pasado 27 de febrero en una de estas reuniones Nicole Mason, una fotógrafa de Florida cuyo hijo había sufrido una grave obstrucción intestinal tras recibir la vacuna del rotavirus, se informaba en la revista Science (la invaginación intestinal puede ocurrir en entre uno y cinco de cada 100.000 niños vacunados y también puede derivarse de la propia infección del rotavirus).
Los pocos casos de reacciones adversas con esta y otras vacunas son ahora la punta de lanza de los colectivos antivacunas. “Por un lado está el discurso desapasionado basado en la positiva y amplia experiencia con las vacunas; por otro, ciudadanos que apelan a las emociones usando pruebas alternativas o contando historias personales; van en paralelo, sin entenderse”, decía en Science Bernice Hausman, de la Universidad Estatal de Pensilvania.
A pesar de la determinación de los opositores, los índices de vacunación en Estados Unidos siguen siendo robustos. En 2017, más del 90% de los niños habían recibido la mayoría de las vacunas recomendadas y solo el 1,3% de los nacidos en 2015 no habían recibido ninguna de las 14 recomendadas, el cuádruple de la cifra de 2001, pero aún una pequeña fracción. Y más que estos colectivos ideologizados, preocupan sobre todo, en los países occidentales, las bolsas de inmigrantes o de niños sin escolarizar.
La resistencia social a las vacunas no es sin embargo un fenómeno nuevo. En un reportaje sobre la vacuna de la viruela de Edward Jenner, The Economist recordaba hace dos semanas cómo la estatua del médico que más vidas habrá salvado en la historia de la humanidad y que en 1858 inauguró con gran solemnidad el Príncipe Alberto en Trafalgar Square (Londres) tuvo que trasladarse dos años después a un lugar más discreto, en los jardines de Kensington, ante las protestas de grupos antivacuna.
Entre aquellos opositores había algunos eclesiásticos que alegaban que la viruela era un hecho de vida y muerte establecido por el Todopoderoso. Otros hablaron de bestialidad, pues los humanos estaban siendo envenenados con cosas repugnantes de un animal. Y los más elitistas argumentaron que la vacuna distorsionaba el estatus social: las clases bajas, principales víctimas, invadirían rápidamente la sociedad.
No faltaron médicos contrarios que vivían de remedios inútiles pero lucrativos para la viruela, como sanguijuelas, purgantes o agujas de plata para liberar el pus que tachonaba la piel del infectado. Un tal Dr. Squirrel afirmó que podía transmitir rasgos bovinos, y otros riesgos menos fantasiosos incluían tuberculosis, locura, septicemia, cáncer y sífilis. Lora C. Little, terapeuta natural y furibunda activista, estaba convencida de que la vacunación era una estafa fruto de una conspiración entre médicos, fabricantes de vacunas y funcionarios del gobierno. Su libro Crimes of the Cowpox Ring (1906) contenía más de 300 casos de enfermedades graves y a menudo fatales, que ella achacaba a la vacunación.
En unos pocos casos no le faltaba razón, pues a veces la falta de esterilidad de aquella época sí envenenaba la sangre. La creencia entre el público de que los provacunadores habían minimizado los riesgos de la vacuna explica por qué las leyes inglesas de vacunación obligatoria fueron un desastre. Quizá por eso los debates actuales sobre normativas que fuercen a inmunizarse son más partidarios de acercamientos progresivos que de sanciones o penas mayores.
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