La investigación en medicamentos vive un momento halagüeño. En las últimas dos décadas se han producido grandes logros: altas tasas de supervivencia en cáncer, control del sida, curación de la hepatitis C… Y hoy estamos dando grandes pasos en terapias génicas y celulares, mecanismos de acción disruptivos y medicina personalizada. Son magníficas noticias para pacientes y médicos, para administraciones e industria, y para toda la sociedad, que avanza hacia cotas nunca alcanzadas de esperanza y calidad de vida.
Sin embargo, estas buenas noticias quedan un tanto ensombrecidas por las afirmaciones de que esta irrupción de la innovación compromete la sostenibilidad del sistema sanitario. Me adelanto a decir que no es así. De entrada, porque tendría que ver con la prioridad que la población española otorga al cuidado de la salud. De hecho, hoy destina a sanidad pública un 5,9% del PIB, cuando los países del entorno dedican al menos un punto más; parece por tanto que tenemos margen.
Inversión
Pero incluso con las actuales cifras, la inversión en medicamentos no supone un problema para la sostenibilidad. En primer lugar, fuentes de referencia internacionales estiman que en los próximos años la factura pública en medicamentos en España crecerá en torno al 2%. A largo plazo, la OCDE apunta a que en 2070 España destinaría a la sanidad pública el 6,5% del PIB, medio punto más de lo que se invierte hoy.
Por otro lado, la cuota de medicamentos con menos de diez años de comercialización -los que aún estarían bajo la protección de la patente- no llega al 30% de las ventas totales de fármacos, y se ha mantenido estable en los últimos años a pesar de que no han dejado de incorporarse innovaciones. Esto responde al buen funcionamiento del marco regulatorio, que prevé una protección suficiente de los derechos de propiedad industrial para estimular la inversión en investigación y luego facilita cuando estos derechos expiran la llegada de genéricos y biosimilares al mercado y la reducción de precios.
A esto se suman mecanismos que permiten que la inversión pública en medicamentos se mantenga en valores razonables. Buenos ejemplos son la regulación de los precios por parte de la Administración, los precios de referencia, los nuevos modelos de financiación (riesgo compartido, pago por resultados…) o el Convenio de Colaboración alcanzado entre el Gobierno y Farmaindustria, por el que las compañías innovadoras devuelven la diferencia si el gasto público en medicamentos crece más que el PIB.
Coste global
Además, las nuevas terapias génicas y celulares no cambian este escenario de sostenibilidad. Tienen un precio mayor, puesto que su coste de I+D no difiere del de otros fármacos dirigidos a miles de pacientes y son tratamientos para muy pocos, pero, precisamente por esto, su coste global es asumible. Por contra, cada vez más patologías de alto impacto se tratan con medicamentos que han perdido la patente.
Junto a esto hay que tener en cuenta el ahorro que aportan los medicamentos en otras áreas del sistema sanitario. Estudios disponibles estiman un ahorro en recursos sanitarios derivados del uso de fármacos innovadores de entre 2 y 8 veces su coste. Y a esto hay que añadir sus efectos positivos a medio plazo para la economía, vía aumento de la productividad o ahorro de otros costes sociales, como los de cuidados o incapacidad laboral.
No hay, por tanto, razón para ver en el medicamento un problema. Más bien al contrario, disponemos de los mecanismos y vías de colaboración adecuados para entenderlo como una solución.
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