Junto con el gusto, el olfato quizá sea el sentido menos valorado, salvo para los catadores de vino y para muchos animales. “En casi todas las culturas, los olores son los más difíciles de expresar en palabras; es el sentido mudo”, concluía Asifa Majid, de la Universidad de York, en noviembre pasado en Proceedings ot the National Academy of Sciences, tras analizar a hablantes de 20 lenguas distintas. Los más olorosos semánticamente fueron los hablantes del umpila, una etnia de cazadores-recolectores de Australia.
En los últimos años se está reconociendo su importancia como marcador de enfermedades y de muerte. Un estudio de la Universidad Estatal de Michigan que se publicó en abril en Annals of Internal Medicine sugiere que los mayores con poco sentido del olfato pueden tener un aumento de casi el 50% en el riesgo de morir en la siguiente década, aunque parezcan sanas. “La pérdida de olfato se vuelve más común a medida que las personas envejecen”, lo que puede indicar el lógico deterioro vital, explica el epidemiólogo Honglei Chen. Utilizando los datos del estudio ABC de la Salud del Instituto Nacional sobre el Envejecimiento de Estados Unidos, Chen y su equipo revisaron la información de casi 2.300 participantes de 71 a 82 años durante un período de 13 años. Los participantes se habían enfrentado a doce olores comunes. En comparación con los ancianos con buen olfato, los hipósmicos tenían un 46% más riesgo de muerte a los diez años. Un estudio similar entre 1.774 personas de 40 a 90 años seguidas durante una década se publicó en 2017 en Journal of the American Geriatrics Society. En ese periodo fallecieron 411 personas; por cada olor adicional que identificaron en las pruebas, el riesgo de mortalidad bajaba un 8%; los que peor olfateaban tuvieron un 19% más riesgo de muerte que los normales.
Estudio en 3.000 adultos
La hiposmia o la radical anosmia se deben en ocasiones a un trauma craneoencefálico o a un simple catarro y a veces conducen a falta de apetito y a pérdida de peso, pero en personas mayores pueden ser también un signo temprano de Parkinson o demencia. Un estudio en 3.000 adultos de 57 a 85 años coordinado por la Universidad de Chicago y publicado en septiembre de 2017 en Journal of the American Geriatrics Society concluyó que los que no podían identificar al menos cuatro de cinco olores comunes tenían dos veces más posibilidades de desarrollar demencia en el lustro siguiente. “El sentido del olfato está estrechamente conectado con la función cerebral y la salud”, escribía Jayant M. Pinto, autor principal. A su juicio, la pérdida del sentido del olfato fue un mejor predictor de muerte que un diagnóstico de fallo cardiaco, cáncer o enfermedad pulmonar. Y la coautora Martha McClintock añadía que “una reducción en la capacidad olfativa puede indicar una reducción en la capacidad cerebral para reconstruir componentes claves que se deterioran con la edad, conduciendo a los cambios patológicos de las demencias”.
Ese mismo mes, la revista Brain publicó otro estudio de la Unidad de Neurogenética del Instituto Max Planck, de Fráncfort, y de la Universidad de Auckland en Nueva Zelanda, en el que confirmaban que el primer síntoma del Parkinson es a menudo un empeoramiento del olfato. Observaron que el volumen ocupado por las unidades funcionales del bulbo olfativo es solo la mitad en enfermos de Parkinson que en individuos normales. En nueve de cada diez pacientes con Parkinson, este sentido se deterioraba en los primeros estadios de la enfermedad. Según los autores, se reforzaba la llamada hipótesis del vector olfativo en el Parkinson que culpa del trastorno a factores ambientales como virus, metales pesados o pesticidas. Ningún otro sistema sensorial está en contacto tan estrecho con el entorno inhalado. La hipótesis establece que el agente causante viajaría de la cavidad nasal al bulbo olfativo y de ahí a otras partes del cerebro. “El déficit preferencial del componente glomerular en la mitad inferior del bulbo olfativo, cercano a la mucosa olfativa, es consistente con la hipótesis del vector olfativo del Parkinson”, aventuraba Peter Mombaerts, del Instituto Max Planck.
Con su millar de receptores, frente a solo tres tipos de receptores visuales y medio centenar de receptores del gusto, el olfato es una fuente de información muy volátil y cuyos efluvios se disipan con rapidez. Un estudio del año pasado de la Universidad británica de Sussex en Psychological Science hablaba de la ‘ceguera al olfato’, tanto por habituación como por distracción: personas sometidas a una tarea exigente en una sala eran incapaces de apreciar un fuerte aroma a café. Es un sentido con bases genéticas, claro está, pero muy condicionado por aprendizajes y entornos. Al igual que esos perros y gatos que huelen tumores y neurodegeneraciones, o la relación odorífera que se establece entre un bebé y su madre, hay personas que distinguen emanaciones características de individuos enfermos, seguramente como respuesta protectora ante contagios, del mismo modo que el olor de la putrefacción de un alimento alerta de su nocividad.
Metanálisis
Y como recordaba una revisión de más de 200 estudios aparecida en julio del año pasado en Physiological Reviews, los receptores olfativos cumplen un amplio rango de funciones desconocidas fuera de la propia nariz; tales receptores extranasales podrían usarse en el diagnóstico y tratamiento de disfunciones como el cáncer. Un equipo de la Universidad alemana Ruhr, de Bochum, explicaba que estos receptores se hallan por todas partes: en las células cardiacas, en el sistema inmune, en el hígado y en la piel; en el tejido prostático y en el colon contribuirían a la reducción o progresión del cáncer, y en el tracto digestivo se relacionarían con la diarrea, el estreñimiento o una plácida digestión. Quizá por todo esto, Honglei Chen concluía que “sería una excelente idea incorporar un examen de detección del olfato en las consultas médicas de rutina”.
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