Los sueños han sido y son uno de los grandes enigmas enclaustrados en ese gran misterio del sueño nocturno. ¿Por qué y para qué dormimos? ¿Qué sentido tiene pasarnos un tercio de la vida en modo inconsciente? Y, dentro del sueño, ¿por qué soñamos? Y retirando otro velo, ¿por qué algunos sueños son espantosos o terroríficos? Desde los sueños bíblicos de Jacob y Nabucodonosor hasta las interpretaciones psicoanalíticas de Freud y Jung, pasando por decenas de onirománticos, los contenidos absurdos, premonitorios, angustiosos o placenteros de las fantasías nocturnas han originado decenas de explicaciones.
Por su relevancia, las pesadillas han centrado buena parte de la atención de psicólogos, neurólogos y otros exploradores del cerebro. En una conferencia titulada precisamente ‘La pesadilla’, el escritor argentino Jorge Luis Borges describía la etimología de ese fenómeno: “El nombre español no es demasiado venturoso: el diminutivo parece quitarle fuerza. En otras lenguas los nombres son más fuertes. En griego la palabra es Efialtes, el demonio que inspira la pesadilla. En latín tenemos el incubus. El íncubo es el demonio que oprime al durmiente y le inspira la pesadilla. En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de un demonio que inspira la pesadilla”… Luego recuerda un cuadro que vio De Quincey, uno de los grandes soñadores de pesadillas de la literatura. “Un cuadro de Fussele o Füssli (era su verdadero nombre, pintor suizo del siglo XVIII) que se llama The nightmare (La pesadilla). Una muchacha está acostada. Se despierta y se aterra porque ve que sobre su vientre se ha acostado un monstruo que es pequeño, negro y maligno. Ese monstruo es la pesadilla. Cuando Füssli pintó ese cuadro estaba pensando en la palabra Alp, en la opresión del elfo”.
Hay sueños típicos angustiosos como la muerte de un ser cercano, estar desnudo ante extraños, tener que presentarse a un examen, perder el tren o el avión, ser perseguido por un animal o enemigo, caer por un precipicio, estar en medio del mar, flotar en el aire… Cuando alcanzan cierto límite de pavor, el organismo se despierta, sudoroso y palpitante, pero volviendo a la vida, y alegrándose de que todo haya sido un mal sueño. “Es asombroso -añadía Borges- el hecho de que cada mañana nos despertemos cuerdos -o relativamente cuerdos, digamos- después de haber pasado por esa zona de sombras, por esos laberintos de sueños”.
Los desencadenantes de esos horrores nocturnos pueden ser desde algunos alimentos, fármacos o drogas hasta frustraciones diarias, hábitos perturbadores, como videojuegos o series violentos, sucesos estresantes -que afectarían más a los niños- y trastornos respiratorios como la EPOC, el asma o la apnea del sueño; algunos estudios han estimado que la obstrucción de las vías aéreas triplica las pesadillas. Y junto a ello, quizá, el desconocido marasmo neuronal que origina la caótica reorganización de ideas, recuerdos y vivencias durante el sueño.
Laberintos del miedo
Pero, ¿tienen algún propósito esas pesadillas? Según se recoge en el último número de Human Brain Mapping, un equipo de la Universidad de Ginebra en colaboración con la Universidad de Wisconsin ha analizado mediante electroencefalografía de alta densidad los sueños de varias personas e identificado las áreas del cerebro que se activaron cuando experimentaron miedo en sus sueños. Descubrieron que cuando se despertaban, las áreas responsables de controlar las emociones respondían a las situaciones que inducían el miedo de manera mucho más efectiva. La conclusión es que los sueños nos ayudarían a reaccionar mejor ante situaciones aterradoras, lo que según los autores puede conducir a métodos terapéuticos para combatir la ansiedad.
Para el experimento colocaron 256 electrodos EEG en 18 sujetos a quienes despertaron varias veces durante la noche. Cada vez que les despertaban, tenían que responder a una serie de preguntas como: “¿Soñaste? Y, si es así, ¿te asustaste?”. Así localizaron dos regiones cerebrales implicadas en la inducción del miedo: la ínsula y la corteza cingulada. La primera también participa en la evaluación de las emociones en estado de vigilia, y se activa ante el miedo; la corteza cingulada, por su parte, interviene en la preparación de reacciones motoras y conductuales en caso de amenaza. “Hemos observado que al experimentar miedo se activan regiones similares tanto en el sueño como en la vigilia”, afirma Lampros Perogamvros, del Laboratorio de Sueño y Cognición de la universidad ginebrina.
Luego, investigaron un posible vínculo entre el miedo experimentado durante un sueño y las emociones que surgen una vez despierto. A 89 participantes les dieron un diario de sueños; durante una semana, al despertar, tenían que anotar si recordaban los sueños e identificar las emociones que sentían, incluido el miedo. Al final de la semana e introducidos en una máquina de resonancia magnética “les mostramos imágenes negativas, como agresiones o situaciones angustiosas, así como imágenes neutrales, para ver qué áreas del cerebro eran más activas ante el miedo y si el área activada cambiaba según las emociones experimentadas en los sueños durante la semana anterior”. Cuanto más tiempo una persona había sentido miedo en sus sueños, menos se activaban la ínsula, el cíngulo y la amígdala cuando esa misma persona miraba las imágenes negativas. Además, la actividad en la corteza prefrontal medial, que inhibe la amígdala en caso de miedo, aumentó en proporción a la cantidad de sueños aterradores. Los resultados apuntan a un vínculo entre las emociones sentidas tanto en el sueño como en la vigilia. Y refuerzan una teoría neurocientífica sobre los sueños: simulamos situaciones aterradoras mientras soñamos para reaccionar mejor ante ellas cuando estamos despiertos.
Remedios frente al pánico
Por tanto, “los sueños pueden considerarse como un entrenamiento real para nuestras reacciones futuras y potencialmente nos pueden preparar para enfrentarnos a los peligros de la vida”, sugiere Perogamvros, que considera emplear estos datos para posibles terapias contra la ansiedad. A diferencia de los malos sueños, añade, en los que el nivel de miedo es moderado, las pesadillas se caracterizan por un nivel excesivo de miedo que interrumpe el sueño y tiene un impacto negativo en el individuo una vez despierto; el problema afectaría aproximadamente al 5% de la población. “Creemos que si se supera un cierto umbral de pánico en un sueño, pierde su papel beneficioso como regulador emocional”.
En otro análisis publicado en enero de 2014 en la revista Sleep, un equipo de la Universidad canadiense de Montreal coincidía con esa hipótesis tras analizar 253 pesadillas y 431 malos sueños procedentes de 10.000 narraciones de 572 personas. Los sueños tendrían efecto catártico frente a las vicisitudes de la vida diaria. “Las pesadillas no son una enfermedad en sí mismas, pero pueden ser un problema para la persona que las anticipa o que está muy angustiada por su culpa. Los que sufren pesadillas frecuentes, caso de los que padecen trastorno de estrés postraumático, pueden temer quedarse dormidos y recaer en sus peores sueños, conduciendo a un insomnio artificial”, explicaba Antonio Zadra. La buena noticia es que son tratables: a través de terapia conductual, métodos de relajación, hipnosis, desensibilización sistemática o técnicas de visualización, los pacientes aprenden a cambiar el escenario de uno o más de sus sueños y a repetir ese nuevo escenario con ayuda de reprocesamiento de imágenes mentales. Puede ser a través de un acto valiente que salva su vida o la de otros (el soñador se enfrenta al atacante) o una intervención fantasiosa (Supermán viene al rescate). En cuanto reflejo anárquico y laberíntico de la vida diaria, los sueños y las pesadillas, al margen de su posible tarea preparatoria, podrían domesticarse hasta cierto punto alimentando al cerebro con acciones y visiones positivas.
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