Gastamos un tercio de la vida durmiendo sin que se sepa muy bien la razón evolutiva de ese desperdicio vital; en realidad, según los antropólogos y sus estimaciones comparativas con otros simios, deberíamos dormir incluso más, unas nueve horas, en lugar de las siete-ocho que se aconsejan, y que la vida moderna, con sus luces, televisores, móviles y turnos nocturnos, las reduce a seis o siete.
Marginado por la ciencia hasta hace unas décadas, el interés por el cerebro y los adelantos en imagen y neurológicos están reconociendo cada vez más la importancia del sueño en la salud: para la consolidación de la memoria, para la limpieza sináptica, para la fortaleza inmune, para la salud cardiovascular, para la protección neuronal, para el equilibrio endocrino, para la productividad laboral y para no levantarse con un humor de perros.
Aunque ahora se duerma sobre colchones confortables en habitaciones climatizadas y no en chozas o cuevas rodeados de insectos y del humo de las hogueras, y con un ojo abierto por temor a los depredadores o enemigos, los trastornos del sueño, incluido su déficit, no dejan de aumentar, avivados por todos esos interruptores de la sociedad actual, desde demasiadas horas de trabajo o la proliferación de series televisivas que acortan las horas de sueño a los ruidos de coches y bares o de los bebés llorones, más omnipresentes seguramente en las cuevas prehistóricas o en las precarias viviendas africanas que en los entornos desarrollados.
Encontrar el equilibrio del descanso es por tanto una tarea colectiva e individual. En los extremos de la curva de Gauss del sueño, hay búhos y alondras, personas que se conforman con pocas horas y otras que necesitan más de las normales. Sin embargo, para la mayoría de la población diversos estudios recientes están coincidiendo en que tan malo es dormir poco como demasiado: algo fallaría en los ritmos circadianos y homeostáticos.
De todos modos, tanto entre los médicos como entre los pacientes se concede aún más relevancia a la dieta o al ejercicio que al sueño, salvo para despachar con pastillas a los más insomnes. Si las investigaciones van confirmando la influencia de esta desconexión nocturna -o hasta el beneficio de la siesta- en las disfunciones cardiovasculares o neurológicas, el cuidado del sueño, en especial para los niños hiperconectados, debería cobrar tanta importancia para la salud pública como la dieta sana o el ejercicio físico.
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