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Suicidio juvenil: el vértigo de vivir

Kevin Hines tenía 19 años y sufría trastorno bipolar cuando en septiembre del año 2000 decidió suicidarse desde el puente Golden Gate de San Francisco, uno de los lugares más atractivos del mundo para los suicidas desde su inauguración en 1937, hasta que el 28 de junio de 2014 las autoridades decidieron colocar una red de acero de más de 30 kilómetros para intentar acabar así con un triste registro de casi 1.600 muertes. Kevin había recibido tratamiento, pero las voces y alucinaciones no dejaban de animarle al suicidio. Según recordaba el año pasado en la revista Mosaic, “había hecho un pacto interior: si alguien me preguntaba ese día ‘¿estás bien?’ o ‘¿te ocurre algo?’ o ‘¿puedo ayudarte?’, le confesaría mi angustia y pediría ayuda”. Ya en el puente, una mujer con acento alemán le pidió que le hiciera una foto. Pensó que aún había esperanza. “Le hice cinco, me lo agradeció… y siguió su camino. En ese momento me dije: a nadie le importo. La voz interior me rugió: salta ahora. Y lo hice”.

Se tardan unos cinco segundos en caer los 75 metros que separan el puente del agua helada de la bahía. “En el momento en que solté la barandilla tuve un arrepentimiento instantáneo; pero era demasiado tarde”. Se rompió la columna, pero luchó por mantenerse a flote hasta que lo rescataron. “De las 25 o 26 personas que han sobrevivido saltando desde el Golden Gate, 19 han confesado que se arrepintieron nada más soltar la barandilla”, añadía Kevin. “El acto del suicidio es distinto del pensamiento suicida”.

Suicidio, un problema de salud pública

El suicidio es un problema creciente de salud pública, con casi un millón de muertes prematuras al año en el mundo, una tasa de 15 personas por cada 100.000 y otras 20 que lo intentan, aunque hay notables diferencias entre países y datos no muy precisos. En Estados Unidos, los suicidios y las muertes por sobredosis -la cuarta parte de las cuales pueden catalogarse de suicidas- han superado a la diabetes y se han situado en el séptimo puesto de las causas mortales, según se informaba el mes pasado en la revista Injury Prevention. Y en la India, según un análisis publicado en The Lancet, en el año 2016 se suicidaron 230.000 personas, la cuarta parte del total mundial (los matrimonios arreglados son un origen común de suicidios entre las mujeres indias).

España tiene una de las tasas más bajas de suicidios del mundo (8,5 por cada 100.000 habitantes) pero aun así, con 3.500-4.000 al año, duplica la de los muertos en carretera.

En el libro Why People Die by Suicide (2005), Thomas Joiner, profesor de Psicología en la Universidad Estatal de Florida, recurrió al testimonio de supervivientes, de decenas de investigaciones y a la pérdida de su propio padre para sondear las mentes. Reconoció la miríada de presiones sobre una mente suicida -abuso de sustancias, violencia infantil, predisposición genética a la enfermedad mental, dolor crónico, exilio, ruptura familiar, discriminación, pobreza-, e identificó tres factores en los que presentan mayor riesgo: una creencia genuina, aunque irracional, de que se han convertido en una carga para quienes le rodean; una sensación de aislamiento; y la capacidad, contraria a nuestros instintos de autopreservación, de hacerse daño (una “valentía aprendida”).

En Estados Unidos los suicidios y las muertes por sobredosis se sitúan en el séptimo puesto de las causa mortales

El suicidio en la adolescencia

Lo más grave del problema es su galopante incidencia en los adolescentes. Según se informaba en la revista Pediatrics el pasado mayo, el número de adolescentes hospitalizados por intentos o pensamientos suicidas se ha duplicado en Estados Unidos desde 2008. Es bien sabido que los trastornos mentales y en especial la depresión conducen al 90 por ciento de los suicidios, a lo que se puede añade ahora el ciberacoso y el lado oscuro de las redes sociales. Numerosos planes de prevención, teléfonos de la esperanza y protocolos de alerta han reducido en algunos países las tasas de suicidios, pero las cifras siguen siendo escalofriantes.

El trastorno mental, sobre todo la depresión, se relacionan con el 90 por ciento de los suicidios

Mike Sosteric, profesor de Sociología en la Universidad canadiense de Athabasca, se preguntaba hace una semana en The Conversation por qué tantos jóvenes quieren morir. “Un factor es lo que llamo socialización tóxica, un proceso de abuso físico o emocional. Aquellos jóvenes que han crecido en un entorno tóxico tienen doce veces más probabilidades de experimentar adicciones, depresión y pensamientos suicidas”. La intimidación, la amenaza, el castigo, no hacen adultos mejores o más fuertes, añade, sino que generan comportamientos negativos. “Los niños expuestos a maltratos, violencia escolar o doméstica, desarrollan muchas formas de discapacidad mental, como ansiedad, alcoholismo, trastornos de la alimentación y de la personalidad y depresión, con daños neurobiológicos y endocrinos. El impacto es peor cuando los perpetradores son quienes se supone que deben protegerles y alimentarles”.

La constatación de que en su mayoría sufren problemas mentales o son víctimas de traumas cambió la atención social y el estigma de malditos.

¿Es posible leer la mente de los suicidas y adelantarse a su autodestrucción? Durante siglos apenas se les prestaba atención; era algo inevitable; misterios de la libertad humana enfrentada a situaciones desesperadas. La constatación de que en su mayoría sufren problemas mentales o son víctimas de traumas cambió la atención social y el estigma de malditos.

Hoy, más de la cuarta parte de los suicidas han visitado algún servicio de salud mental en los doce meses anteriores. Y con frecuencia dejan pistas previas sobre sus intenciones, no solo la carta de despedida; parientes, médicos y servicios de salud mental han de estar formados y alertas para vislumbrar esas señales. Si se puede predecir se puede prevenir. Seguramente su erradicación no sea nunca posible; no es como la polio o la viruela. Pero sí es realista pensar en reducciones notables atacando las raíces asesinas de la depresión, la soledad o la toxicidad familiar y social.

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