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¿Debemos exigir a los ciudadanos ser responsables en la salud?

El profesor Pellegrino, uno de los padres contemporáneos de la Bioética, anunciaba en una entrevista concedida a Diario Médico hace ya varios años que, si bien el siglo XX podía ser considerado el del principio de autonomía, el siglo XXI lo sería del principio de justicia. Ciertamente, la reciente crisis económica y otros factores como el incremento de la esperanza de vida y de las enfermedades crónicas que están poniendo en dificultades la propia sostenibilidad del sistema público de salud parecen dar toda la razón a dicho insigne pensador. Sin embargo, Pellegrino no mencionaba otro de los principios bioéticos que está cobrando en este nuevo siglo gran relevancia, aunque ciertamente guarda directa conexión con el de justicia, el principio de responsabilidad individual. Este principio parece recogido en la propia Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO cuyo artículo 5 proclama que “Se habrá de respetar la autonomía de la persona en lo que se refiere a la facultad de adoptar decisiones, asumiendo la responsabilidad de éstas y respetando la autonomía de los demás”. Es decir, para la propia UNESCO no cabría hablar de verdadera autonomía sin responsabilidad, aunque ello parece que no se ha entendido precisamente así durante décadas de Bioética y de Derecho sanitario.

Este nuevo paradigma que postula un modelo en el que la responsabilidad individual cobra gran protagonismo no solo está relacionado con la salud y, específicamente, con la promoción de la salud. Por el contrario, proviene de un nuevo modelo filosófico y político que comenzó a desarrollarse a principios de los 80 como una forma de transformar la ideología de la socialdemocracia, que era imperativa en los países desarrollados en la segunda mitad del siglo XX y su conquista principal, el Estado social, en un nuevo modelo liberal. La crisis económica de los 80 fue la mera excusa para hacerlo. Como algunos autores han señalado (especialmente, Yascha Mounk), una de las frases más famosas de Ronald Reagan, “debemos rechazar la idea de que cada vez que se rompe una ley, la sociedad es culpable y no el infractor de la ley. Es hora de restaurar el precepto estadounidense de que cada individuo es responsable de sus acciones “, fue el punto de partida. Sin embargo, tampoco debemos olvidar que, como acertadamente señalara el Comité de Bioética de Alemania (Deutscher Ethikrat) en su Informe de 2011, bajo el título (en versión en lengua inglesa) Medical benefits and costs in healthcare: The normative role of their evaluation, la responsabilidad individual constituye una contribución indispensable a la solidaridad, ya que, en una sociedad solidaria, es esencial que los individuos actúen de tal manera que impidan la imposición de cargas excesivas a la colectividad. Desde este punto de vista, no habría contradicción entre la responsabilidad individual y la solidaridad.

¿Puede limitarse o excluirse de las prestaciones sanitarias a aquellos que se muestran como irresponsables en el ámbito de la salud?

Desde una perspectiva práctica, el principio de responsabilidad se traduce en dos posibles exigencias: la del uso responsable del sistema de salud y de sus recursos y la de la responsabilidad en el propio cuidado de la salud. En lo que a esta última se refiere, la responsabilidad individual ha cobrado una gran fuerza en los últimos años en el ámbito de la salud pública, de manera que ya no es extraño escuchar hablar de la necesidad de implementar un nuevo modelo en el que se incorporen diferentes medidas legales y políticas públicas que fomenten las conductas y hábitos saludables en promoción de la responsabilidad. Cuando el debate se sitúa en el mero fomento de medidas de educación o información, como son las diferentes campañas lanzadas por los poderes públicos e instituciones privadas para concienciar a los ciudadanos acerca de lo que es conveniente o no desde la perspectiva de salud, los dilemas ético-legales no son especialmente complejos, aunque sin olvidar el riesgo que tales campañas pueden encerrar al poder crear determinados estereotipos de ciudadanos perfectos y, por ende, discriminar a aquellos que libremente han optado por llevar unas conductas o hábitos distintos o que, incluso, siguiendo los que se muestran como adecuados, no obtienen los objetivos que se les proponen (véase, el ejemplo emblemático de la obesidad).

El verdadero problema, desde una perspectiva ético-legal, aparece cuando de la mencionada responsabilidad pretenden derivarse auténticas consecuencias jurídicas para los que no se adaptan a lo exigido ¿Puede limitarse o excluirse de las prestaciones sanitarias a aquellos que se muestran como irresponsables en el ámbito de la salud? Contestar afirmativamente a esta pregunta no es fácil, ya que se ha señalado que una decisión de limitación o negación de la prestación sanitaria sólo podría justificarse cuando concurrieran dos factores principales: la posibilidad de identificar y diferenciar los factores causales de la enfermedad y la de afirmar que las decisiones del sujeto fueron autónomas (Beauchamp y Childress). La autonomía exigiría como prerrequisito no sólo una capacidad de obrar, de decidir, sino también la posibilidad de acceso al conocimiento necesario. La información pública, accesible y comprensible, así como un sistema de asistencia y asesoramiento de expertos, es requisito ineludible de tal autonomía. La distinción entre los conceptos que elaborara Dworkin en este ámbito, diferenciando entre “suerte de opción” y “suerte bruta”, no es fácil de hacer en la realidad. Causalidad y autonomía serían, pues, el fundamento de la aplicación del principio de responsabilidad en el ámbito sanitario y no es fácil afirmar que se cumplen con frecuencia.

En definitiva, es importante, desde la perspectiva de la sostenibilidad del sistema público y de la propia solidaridad, que el principio de responsabilidad individual opere en el ámbito de la salud, pero es importante ser cauto al tratar de implementar determinadas medidas legales. Porque, como acertadamente apunta Yascha Mounk, la reivindicación del principio de responsabilidad no supone en ocasiones una mera adopción de nuevas estrategias para mejorar la salud de las poblaciones, sino una transformación real de los principios y valores principales en los que se han basado nuestras sociedades en estas últimas décadas, sobre todo, a partir de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, cuando se estableció el consenso social de que muchos de los deberes que los Estados le deben a sus ciudadanos son en gran parte independientes de las elecciones que esos ciudadanos han hecho. Hoy, en cambio, cada vez más compromisos de bienestar están condicionados a un comportamiento bueno o responsable. La concepción de la responsabilidad que ahora prevalece es profundamente punitiva.

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