Al igual que las películas de terror o las de apocalipsis mundiales, los discursos catastrofistas tienen siempre más éxito que los ponderados o realistas. Desde la crisis de 2008 y los necesarios recortes, diversas organizaciones populistas no dejan de manifestarse rutinariamente contra el deterioro galopante de la sanidad española.
Claro que ha habido recortes, como los han sufrido otros muchos oficios por culpa de una crisis mundial. Pero esos lamentos de unas mareas blancas que han ido perdiendo credibilidad a medida que se politizaban y enturbiaban, contrastan con una realidad que, si no idílica, sigue siendo privilegiada.
La semana pasada, el Bloomberg Healthiest Country Index, que clasifica 169 economías según los factores que contribuyen a la salud, situaba a España en primera posición. Pasaba del sexto lugar, que ocupaba en la anterior edición de 2017, a la primera, con una puntuación global de 92,8 sobre 100, adelantando seis posiciones y superando a Italia, hasta ahora en primer puesto, que pasaba a segunda posición, seguidas de Islandia, Japón, Suiza, Suecia, Australia, Singapur, Noruega e Israel. La esperanza de vida, la atención sanitaria, los hábitos alimenticios y los saneamientos son algunos de los factores valorados.
Casi a la vez, el Servicio de Estudios de la aseguradora Mapfre presentaba el informe Sistemas de salud: un análisis global. España figura como el noveno modelo sanitario más eficaz del mundo, con 99 puntos sobre 100 en el Indicador de Eficacia de Sistemas de Salud, un análisis de 180 países. Hay, por supuesto, otras clasificaciones en las que nuestro país no puntúa tanto, pero siempre figura entre los mejores. El autodesprecio quizá forme parte del carácter hispano, pero no debería eclipsar a la autocrítica sana y constructiva ni deformar la realidad.
Hace unos días, el cirujano Ángel Martínez Monsalve, del Hospital Universitario de Badajoz, relataba en Facebook el caso de un paciente trasladado en helicóptero con un aneurisma abdominal roto. Sobran los comentarios: “Un paciente ingresa de urgencias a las 18:35 de la tarde con un aneurisma abdominal roto, 100% de mortalidad si no se trata inmediatamente. Viene en helicóptero porque su vida está en juego, con todo el personal de urgencias preparado para subirlo a quirófano en 2 minutos de reloj, listo para ser intervenido. Es operado de urgencia; 2 cirujanos vasculares, 2 anestesistas, 2 enfermeras, 1 auxiliar y un celador trabajan en quirófano. Se emplea para salvarlo una prótesis de alta tecnología que cuesta 21.000€ en total, usando un arco radiológico y una mesa especial con un coste de 600.000€. Tras la cirugía pasará 3 días en UCI, donde intensivistas y enfermería especializada seguirán luchando por su vida (esos 3 días de lucha ascienden a 5.500€). La semana en planta de hospitalización al salir de UCI “tan solo” requiere 21 turnos de enfermería, auxiliares y celadores, además de un cirujano pendiente 24h diarias esos 7 días (7.300€). Independientemente de la anécdota económica, el resumen es que el paciente llega muriendo en un helicóptero a la puerta de urgencias y sale caminando por su propio pie una semana después… Su comentario al ser dado de alta fue: “Gracias señores, pero con lo que pagamos en impuestos es vergonzoso que tengamos que compartir habitación con otros enfermos”. No contesté, ni lo haré en el futuro, no merece la pena. Lo que sí tengo claro es que el problema principal en este asunto y en este país no lo tiene la sanidad, lo tenemos nosotros. Nos la vamos a cargar por ignorantes. Es lo que hay. El tiempo nos pondrá en nuestro lugar, espero”.
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