La reforma de la atención primaria española nació en 1984, se consolidó en 1986 con la Ley General de Sanidad, y se extendió a la práctica totalidad del sistema entre ese año y 2001, cuando se aprobaron las transferencias sanitarias a las comunidades que no las habían recibido antes. Un largo y tortuoso proceso en el que se perdieron algunas de las bases conceptuales y organizativas de la primaria planteadas inicialmente. El dibujo final de la nueva primaria fue resultado de aportaciones estratégicas y operativas procedentes de distintos sectores políticos y profesionales.
No hay que olvidar que, en general, y salvo honrosísimas excepciones, los médicos y pediatras de cabecera de la asistencia ambulatoria de la Seguridad Social anterior a la reforma no disponían ni siquiera de una historia clínica de sus pacientes, y que, en bastantes casos, su papel se limitaba a firmar las recetas de los medicamentos prescritos por otros especialistas. En un despacho que, a las dos horas o dos horas y media, debían ceder al siguiente colega.
Algo que la reforma modificó sustancialmente, aunque lo más importante fuera probablemente el que la atención primaria misma emergiese como uno de los componentes esenciales del Sistema Nacional de Salud, lo que implicaba, además, una formación posgraduada específica.
Pero, como acostumbra a suceder, muchas expectativas no acabaron de culminar, entre ellas, por ejemplo, el funcionamiento como tales de los equipos de atención primaria (EAP), que, a menudo, se limitan a agrupar distintos estamentos profesionales y laborales que comparten el lugar de trabajo con una mínima coordinación. O la asunción del paradigma bio-psico-social como la perspectiva desde la que orientar la actividad clínica y sanitaria.
Muchas expectativas no acabaron de culminar, como el funcionamiento real de los equipos de primaria
Unas deficiencias que se han visto acentuadas por la crisis iniciada en el año 2008 y las notorias medidas restrictivas del gasto público, con especial incidencia en el ámbito de los servicios sociales, Sanidad y Educación incluidas, pilares de nuestro aún débil estado de bienestar. Unos recortes que, en el caso del sistema sanitario, han afectado particularmente a la atención primaria y a la salud pública. Y lo que es todavía más importante, recortes que no se han aprovechado para dejar de hacer aquellas cosas que desde hace tiempo sabemos que no sólo no aportan valor, sino que provocan distorsiones, cuando no efectos adversos directos sobre la salud.
El potencial de cambio
A pesar de ello, la atención primaria española conserva aún hoy un enorme potencial de cambio, y en la medida en que sea capaz de proporcionar respuestas efectivas y eficientes a las nuevas necesidades y retos sanitarios y sociales que se plantean en nuestro entorno, su papel puede ser muy relevante para la viabilidad del sistema sanitario público. Porque la sociedad española, su contexto político y económico y las expectativas de los ciudadanos en relación a la salud han cambiado desde mediados de los años 80, cuando se inició la reforma. De donde conviene visualizar la reforma de primaria como un proceso dinámico y abierto, sometido a una continua reconsideración en aras de su mejor adaptación a los cambios que se van produciendo en el contexto político, económico, social y científico-técnico.
A pesar de que primaria, como el conjunto del sistema sanitario público español, recibe una financiación más reducida que la que corresponde a países de rentas similares, y de que, además, el desequilibrio de la asignación de recursos entre el ámbito hospitalario y el de primaria se ha visto acentuado, el primer nivel conserva una mayor capacidad potencial de renovación del sistema sanitario que otros ámbitos. Lo cual se debe, sobre todo, a la posibilidad de desarrollar un enfoque poblacional, gracias, entre otras circunstancias, a su organización y distribución territorial.
Primaria conserva una mayor capacidad potencial de renovación del sistema sanitario que otros ámbitos
Una potencialidad sobre la que parece posible elaborar una oferta de atención basada efectivamente en las personas, lo que supone tener en cuenta la dimensión social de los seres humanos, una característica biológica insoslayable.
Una oferta de servicios atenta a la calidad de vida asociada a la salud de las personas, para las que las actividades clínicas son simplemente un medio. Con esta premisa, los procesos asistenciales deben ajustarse a necesidades razonablemente establecidas, de forma que: evitemos cualquier propósito ajeno al bienestar de los pacientes, limitemos solapamientos y repeticiones, valoremos siempre la eventualidad de un daño potencial mayor que el beneficio esperado, e incorporemos a la deontología tradicional la ética de la negación (no prestarse a prescribir algo no beneficioso) y la de la ignorancia (aceptar que no somos invulnerables al error, por lo que siempre hay que tenerlo presente para evitar al máximo las consecuencias negativas para la salud que puedan derivarse).
Pero se trata también de establecer unos criterios de financiación distintos a los actuales, que pagan a los hospitales primando su actividad, y que solamente dedican a primaria los recursos necesarios para mantener las plantillas, sufragar el gasto farmacéutico y poco más.
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