Las células madre se identificaron y caracterizaron en la médula ósea en los años 50 y 60, en un esfuerzo por comprender y tratar las consecuencias de la exposición a la radiación después de la Segunda Guerra Mundial. Aquellas células hematopoyéticas eran raras, se dividían con lentitud y podían renovarse y diferenciarse en cualquier tipo celular sanguíneo. Fue el comienzo de los trasplantes de médula ósea y de una carrera investigadora para descubrir otras células madre regeneradoras de lesiones y enfermedades. En 1998, James Thomson anunció en Science la primera derivación de células madre embrionarias humanas; poco después se descubrían células madre en los tumores, y en 2007 el equipo de Yamanaka informó del hallazgo de las células madre pluripotentes inducidas (iPS), revirtiendo la diferenciación celular a un estado cuasi-embrionario. Desde entonces, el pulso entre embrionarias e iPS se ha ido decantando hacia estas últimas: son más fáciles de derivar, no implican reparos éticos y tienen menos riesgo de rechazo y de teratogenicidad. Basta echar un vistazo al Banco Nacional de Líneas Celulares del Instituto de Salud Carlos III, y a otros bancos similares en el mundo, para apreciar quién se ha impuesto.
La fiebre del oro celular iniciada en 1998 ha originado miles de estudios sobre la conversión de estas células pluripotentes (embrionarias e iPS) en numerosos tejidos y organoides, aunque su traslación a la clínica apenas ha comenzado: al igual que otros grandes avances básicos, la terapia celular o medicina regenerativa se está encontrando con más obstáculos de los previstos. Aun así, en el imaginario popular las células madre se presentan como una entidad mágica con efectos rejuvenecedores. De ahí que su aparentemente fácil aislamiento de la médula o del tejido adiposo haya impulsado una industria descontrolada -casi 400 compañías en Estados Unidos y 600 clínicas específicas- que promete aliviar dolores, curar lesiones medulares, ictus y cartílagos deshechos, y que amparándose en el sufrimiento ajeno inyecta más placebo que soluciones, por no hablar de los riesgos de una práctica asilvestrada que ha causado infecciones, cegueras, parálisis y muertes.
En la raíz del hechizo que suscitan, y de los fracasos que cosechan, se camufla cierto desconcierto científico y una enorme desorientación de la opinión pública sobre el origen, potencialidad y funcionalidad de los distintos tipos de células troncales: desde las totipotentes a las fetales y mesenquimales.
El genetista molecular Hans Clevers, director del Instituto Hubrecht, de la Universidad holandesa de Utrecht, explicaba en diciembre pasado en Proceedings of the Nacional Academy of Sciences que el éxito de las células hematopoyéticas ha “contaminado” el campo de la terapia celular. Muchos tejidos, como la piel, se reparan a sí mismos de maneras muy ingeniosas y distintas; no hay una estrategia común. Los numerosos tipos de células madre expresan genes diferentes y marcadores específicos de cada tejido, se dividen a ritmos diversos y en cantidades diferentes. Clevers coordinaba un trabajo en el que enterraba la existencia de células madre cardiacas, uno de los tesoros más buscados por los científicos: la regeneración del corazón infartado ha propiciado hasta ahora más de 200 ensayos sin resultados llamativos. Símbolo de esta frustración es el auge y caída del italiano Piero Anversa, del Hospital Brigham and Women’s y de la Universidad de Harvard, y uno de los líderes mundiales en regeneración cardiaca: ya se han retirado 31 trabajos suyos en revistas científicas de primera línea por incorrecciones y falsificaciones. Esto no descarta otras vías regeneradoras del corazón a través, por ejemplo, de la reprogramación en cardiomiocitos de otras células madre.
Mientras se van descubriendo células madre en varios tejidos, el corazón y el cerebro son lógicamente los órganos en los que más se batalla y discute sobre su auto o heterorregeneración. El hígado, apunta Clevers, sería el epítome de la regeneración eficiente de órganos: todas sus células diferenciadas pueden actuar como células madre cuando sea necesario. Y añade que sería más útil descubrir cómo un tejido en particular activa sus células madre peculiares, que identificar células madre genéricas, “un espectro nebuloso, variable en potencia y comportamiento”, que obstaculiza los avances y los consensos científicos. “Estamos aprendiendo que hay mucha más heterogeneidad en lo que pensábamos que eran poblaciones bastante homogéneas”, afirmaba en diciembre pasado en Quanta Magazine Jonathan Hoggatt, hematólogo e investigador en células madre en el Hospital General de Massachusetts, en Boston.
Y tres meses antes, Pamela Robey, bióloga de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, sugería en Nature que unas células madre aisladas hacía poco en tejido óseo podrían ser en realidad células progenitoras, por tanto, no multipotentes sino unipotentes. Y con ese motivo aludía al debate sobre la capacidad de las tan famosas y omnipresentes células madre mesenquimales, que la mayoría de los investigadores ya no las consideran células madre. En el año 2017 se publicaron 3.500 estudios científicos bajo el paraguas de células madre mesenquimales.
Según Robey, muchas serían de otro tipo, sobre todo progenitoras, y con niveles diversos de multipotencia. “El nombre no debería usarse tan a la ligera”. La designación fue acuñada en 1991 por el biólogo Arnold Caplan, de la Universidad Case Western Reserve, para describir células del estroma de la médula ósea que podrían dar lugar a hueso y cartílago. Desde entonces se han aislado células mesenquimales en varios tejidos. En 2006 la Sociedad Internacional de Terapia Celular propuso el nombre de células estromales mesenquimales multipotentes. Pero apenas se ha hecho caso de aquella sugerencia. “Distinguir mediante la genómica y la transcriptómica la función y potencia de cada célula madre que se vaya aislando ayudaría a clarificar un campo bastante confuso”, concluía Robey.
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