Hace un mes, el británico Brendan McCarthy, un artista de la modificación corporal, fue condenado por causar graves daños al practicar una bifurcación de lengua, una amputación de oreja y otra de un pezón masculino, intervenciones que contaban con el consentimiento de los clientes. Según explica en The Conversation la jurista Samantha Pegg, profesora de la Universidad de Nottingham Trent, “cuando se inflige daño físico sin motivo, el consentimiento de la víctima es irrelevante. La existencia o no de una ‘buena razón’ para ello es un asunto que deben decidir los tribunales”. En este caso decidieron que no había una ‘buena razón’ que justificara tales daños. Los procedimientos suponían un grave riesgo para la salud y eran de naturaleza quirúrgica realizados por una persona sin preparación médica.
El ser humano se ha modificado el cuerpo por estética o rituales étnicos o religiosos desde hace milenios: estiramientos de cuello con arandelas en Tailandia, vendaje de pies para su reducción en China, expansión de labios y orejas en países africanos, limado de dientes en tribus asiáticas, deformación craneal artificial en Vanuatu, Congo y antiguos pueblos sudamericanos, estrechamiento de la cintura femenina con corsés, infibulaciones, circuncisiones, escarificaciones, etc. Hasta no hace mucho, estas prácticas se consideraban curiosidades antropológicas, pero la moda creciente de los tatuajes y los piercings, o pírsines -plural de pirsin- según la adaptación propuesta por la Real Academia de la Lengua, ha ido enriqueciéndose en el mundo desarrollado con lenguas bifurcadas, orejas puntiagudas, perforaciones en orejas, narices y otras protuberancias corporales, implantes subdérmicos y tatuajes oculares. Se trata con ello de expresar la individualidad, alinearse con una subcultura o mejorar la apariencia, aunque muchas veces se consiga lo contrario.
Algunos casos extremos, como el hombre calavera de Caracas, dan la vuelta al mundo. Uno de los más famosos ha sido Dennis Avner, el hombre tigre o gato, que se afiló los dientes y las orejas, se implantó bigotes, se aplanó la nariz, se tatuó casi todo el cuerpo y rellenó de silicona algunas zonas corporales para completar su apariencia felina. Se suicidó en 2012.
La mayoría de sus modificaciones corporales las efectuó el también estadounidense Shannon Larratt, fundador de la web Body Modification e-Zine, que aloja tres millones de fotos, 6.000 vídeos y centenares de relatos sobre esta afición. Existe incluso una Iglesia de la Modificación Corporal, con 3.500 miembros, que pretende “fortalecer el vínculo entre la mente, el cuerpo y el alma” mediante tatuajes, piercings, escarificaciones, corsetería, ayunos y caminatas sobre fuego. Como declaró en la CNN el cirujano plástico Anthony Youn, gran parte de estas personas pueden tener un trastorno dismórfico corporal, cuadro psiquiátrico que afectaría al 10 por ciento de la clientela de los cirujanos estéticos y plásticos, según una encuesta entre 173 profesionales holandeses publicada en 2017 en Plastic and Reconstructive Surgery. Esta preocupación patológica por la imagen física, alentada indirectamente por aplicaciones como Snapchat o Facetune, se considera una contraindicación para las intervenciones estéticas.
Samantha Pegg recuerda que, si bien se acepta la legalidad de riesgos consentidos en deportes, cirugías estéticas, piercings, tatuajes, circuncisión masculina y hasta el mutilante e irreversible cambio de sexo, no está claro si en otras intervenciones el consentimiento eximiría ante un tribunal de responsabilidad por daños corporales. “La ley permite embarcarnos en muchas actividades tontas o peligrosas. Por ejemplo, podemos optar por un tatuaje facial completo o participar en un combate de boxeo”. Pero hay límites peligrosos. Pegg alude al caso británico Regina v. Brown, de 1994, en el que varios hombres se dedicaron a actividades sexuales sadomasoquistas, infligiéndose lesiones consentidas. El tribunal dictaminó que no había una ‘buena razón’ para escudarse en el consentimiento. “Los riesgos que fluían de las acciones de los acusados, tanto entre sí como hacia la sociedad en general, justificaban la criminalización de sus actividades”. En el reciente caso de Brendan McCarthy, el tribunal tampoco entendió “por qué alguien querría someterse a procedimientos extremos de modificación corporal”. Con su condena intenta proteger a la sociedad para que no se involucre en comportamientos de alto riesgo. La sentencia hacía pensar que los procedimientos de “modificación corporal” (que no sean tatuajes y piercings) que resulten en lesiones son ilegales. Es decir, las actividades que no se reconozcan como socialmente útiles ni moralmente aceptables no pueden ser legitimadas por el consentimiento. “Se incluirían en este ámbito la mutilación genital femenina (infibulación) y el sadomasoquismo que conduzca a daños corporales, algo que continúa siendo controvertido”.
Lo malo, se queja Pegg, es que muchas prácticas, como los implantes subdérmicos o las escarificaciones, quedan en una peligrosa indefinición legal y dejan en la inseguridad jurídica a sus practicantes. “Necesitamos actualizar la ley y regular estos procesos. Una forma podría ser clasificar las modificaciones corporales como intervenciones quirúrgicas y asegurarse de que las hagan profesionales con formación médica. Pero esto elevaría los precios y afectaría a su disponibilidad. Sería mejor si estas prácticas se sometieran a un control apropiado, con modificaciones aceptadas como legales cuando se otorgue un consentimiento válido. De esta manera, los profesionales de la modificación del cuerpo podrían ser debidamente capacitados, regulados y llevar a cabo sus actividades sin temor a ser procesados”.
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