No se puede establecer ninguna relación entre la ingesta de ajo y la disminución del riesgo de cáncer. Así concluye una nueva evaluación de Nutrimedia, un proyecto del Observatorio de la Comunicación Científica de la Universidad Pompeu Fabra (OCC-UPF), realizado en colaboración con el Centro Cochrane Iberoamérica y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (Fecyt).
La abundancia de mensajes que vinculan el consumo de determinados alimentos y sustancias con la reducción del riesgo de cáncer es fuente de confusión para la sociedad, de ahí que la encuesta de Nutrimedia se haya centrado en uno de estos alimentos, el ajo, y su relación con preventiva con el cáncer.
Los investigadores de Nutrimedia han analizado la abundante evidencia científica disponible, llegando a la conclusión de que la respuesta sobre esa asociación es hoy “incierta”: con las pruebas disponibles no se puede ni afirmar ni negar que el ajo pueda tener algún efecto protector.
El mensaje que vincula el consumo de ajo y suplementos derivados con un menor riesgo de cáncer (entre otros, se han estudiado los de colon y recto, próstata, estómago, boca, faringe y laringe) se considera “incierto”, porque la confianza que podemos depositar en los resultados publicados es muy baja. Esto se debe a que se derivan de estudios observacionales, lo que no permite establecer una relación directa entre los beneficios del consumo de ajo y la reducción del riesgo de cáncer. El resultado “incierto” no quiere decir que en un futuro no se pueda concluir que el ajo pueda tener algún efecto protector, lo que indica la evaluación es que faltan estudios rigurosos, que nos ofrezcan una mayor confianza de los hallazgos.
Las supuestas propiedades del ajo
El ajo es un ingrediente fundamental en la dieta mediterránea, cultivado desde hace más de 7.000 años. Su presencia en la cocina puede apreciarse en pintores y escritores de todas las épocas, que muestran que ya en la Antigüedad, el ajo se consumía por sus supuestas propiedades terapéuticas. Heródoto (siglo V a. C.) relata en su obra Historiae que la alimentación de los esclavos que construían las pirámides estaba suplementada con ajos, porque se creía que tenían un efecto fortalecedor y vigorizante; por este mismo motivo, los atletas olímpicos de la Grecia clásica, los legionarios y de los gladiadores romanos no dudaban en llevarse unos ajos consigo, para masticarlo cuando fuera necesario. En el siglo I d.C., Dioscórides se refiere al ajo, en su obra sobre remedios naturales, como facilitador para eliminar flatulencias. Las expediciones españolas del siglo XV llevaron el ajo hasta el continente americano, pero su consumo como suplemento dietético no se popularizó hasta la década de 1990 en Estados Unidos, y posteriormente en otros lugares.
El ajo pertenece al género de plantas Allium (cebolla, ajo, chalotes, puerro, cebolletas, etc.), que se caracterizan por un alto contenido en compuestos organosulfurados y antioxidantes, además de vitaminas, aminoácidos, fructooligosacáridos y otros micronutrientes. Según cómo se procese el alimento, los organosulfurados convierten diferentes derivados a los que se les atribuyen diferentes propiedades saludables. Así, si el ajo crudo se corta o se pica, da lugar a la alicina; con la cocción, en cambio, se destruye la alicina, y liberan adenosina y ajoeno, que actúan como anticoagulantes. Los suplementos de ajo parecen tener un potencial efecto antihipertensivo.
Las supuestas propiedades anticancerígenas del ajo, como muestra esta evaluación, no están justificadas. El riesgo de padecer cáncer se debe a múltiples factores, tanto genéticos como medioambientales y de estilo de vida. Entre estos últimos, la dieta tiene un importante papel, ya que el mantenimiento de unos hábitos alimentarios saludables podría prevenir alrededor de un tercio de los casos de cáncer.
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