El pasado 21 de febrero se cumplieron 152 años de la publicación en Londres de la primera edición del Partido Comunista, que empieza advirtiendo sobre el fantasma que recorre Europa, atemorizando a las poblaciones bienestantes. Hoy, lo que aterra a las gentes de los países más privilegiados es un virus, descubierto hace apenas unos meses -lo que no significa forzosamente que se trate de un nuevo virus-, y que ha recibido el nombre de SARS-COV2. Un virus que pertenece a la gran familia de los coronavirus, que, desde su descubrimiento en 1960, cuenta ya con unas 40 variantes, siete de las cuales se han asociado a enfermedades humanas como el resfriado común, el SARS o el MERS. Un virus al que se considera la causa de una entidad nosológica aparentemente nueva que se ha dado en llamar COVID-19 y que se asemeja a otras infecciones respiratorias. Bueno, más que el virus lo que nos espanta son las noticias que se le dedican.
Las valoraciones sobre la gravedad y el impacto del problema tienen que ser, debido a las limitaciones de la información disponible, provisionales y bastante cautelosas. Unas limitaciones que tienen que ver con el poco tiempo transcurrido desde que ha despertado el interés de la comunidad científica y sanitaria y con la complejidad de la mayoría de las epidemias de enfermedades transmisibles anteriormente desconocidas.
Por lo que sabemos, las personas infectadas por el virus desarrollan cuadros respiratorios de gravedad variable, que van desde la carencia de síntomas (cuadros asintomáticos) hasta la muerte. Si bien no se puede calcular con mucha precisión la letalidad (la proporción de muertos entre la población afectada) -entre otras cosas, porque si se considera que el conjunto de afectados incluye a todos los infectados, incluso si muchos de ellos no han tenido ningún síntoma, por lo que pasarían desapercibidos y no se contabilizarían en el denominador-, se estima que ronda el 2%. Mucho menor que la atribuida al SARS o al MERS.
“Más que el virus, que se asemeja a otras infecciones respiratorias, lo que nos espanta son las noticias que le dedican”
Por lo que parece, la infección es más patogénica; es decir, causa alteraciones observables -y no sabemos si también es más frecuente como infección asintomática- en los grupos de población de mayor edad, aunque en una proporción apreciable sin que padezcan otros problemas de salud concomitantes (algunos dicen que una tercera parte de los casos mortales no padecía otros trastornos de salud) .
En cuanto a la transmisibilidad y a la capacidad de difusión, parece que es bastante elevada, si tenemos en cuenta la cantidad de países en los que se ha encontrado, aunque, según las estimaciones más conservadoras, es posible que cada infectado por el virus no consiga contagiar siquiera a dos personas, lo que se denomina Ro número básico de reproducción. Que, tal vez, pudiera ser más alto, como sugieren las estimaciones de algunas tasas de ataque (proporción de incidencia) que se sitúan cerca del 50%; es decir, que la mitad de los expuestos al virus acabaría infectado. De todos modos, para interpretar el significado práctico de esta medida es imprescindible saber cuántas de estas personas infectadas permanecen asintomáticas o solo padecen síntomas leves. A idéntica capacidad de difusión, el impacto de una epidemia depende de la gravedad de los casos. Obviamente, un problema muy contagioso es menos preocupante si sus consecuencias son más leves que si no lo son.
También es importante saber durante cuánto tiempo una persona infectada puede convertirse en fuente de contagio para otros. Y cuáles son las vías de contagio más productivas en situaciones habituales. Que las lágrimas o el líquido cefalorraquídeo puedan estar contaminadas no tiene mucha importancia práctica para la difusión masiva de la infección. En algunas enfermedades infecciosas como el sarampión, la persona infectada puede contagiar el virus justo antes de manifestar ningún síntoma, pero no parece verosímil que una persona que no vaya a desarrollar nunca ningún tipo de síntoma pueda contagiar. La importancia epidemiológica de esta característica, si es que se confirma, dependería además del grado de probabilidad de un eventual contagio y de la vía de transmisión preferente en este caso. A pesar de que todo apunta a que se trata de una epidemia real, tampoco está definitivamente descartado que el agente etiológico sea realmente nuevo, que haya aparecido ahora en nuestro planeta por primera vez. Si bien es cierto que nunca antes se había detectado y reconocido el SARS-CoV-2, ello no significa que no hubiera existido anteriormente, y, si ese fuera el caso, que no anduviera pululando por doquier. Por lo que parece, ya se ha podido averiguar que el mercado de Wuhan no ha sido el único origen.
El terror a la expansión
Comprobar si realmente es un nuevo virus y sobre todo si la mutación que lo ha originado se ha producido únicamente en China, es capital, porque, si resulta que ya existía en otros países, encontrarlo en Corea, en Italia, en Canarias o en Sevilla, no significa forzosamente que la epidemia se estuviera esparciendo, que es lo que nos aterroriza, exageradamente, dicho sea de paso.
Tampoco sería la primera vez que se toma como nuevo un microorganismo antiguo. Recordemos que el primer brote epidémico reconocido de la enfermedad de los legionarios se atribuyó inicialmente a una bacteria nueva que poco después supimos que de nueva no tenía nada. Simplemente no la sabíamos reconocer. En el caso de los coronavirus, podemos recordar también que no fue hasta los años sesenta del siglo pasado que se descubrieron, aunque su existencia en la biosfera sea mucho más antigua.
Las autoridades sanitarias, con loables excepciones, han sido muy contemporizadoras con el tratamiento de algunos datos, que parece haber violado la privacidad y la ley
Por otro lado, hay que considerar las pruebas sobre la eficacia de algunas de las medidas adoptadas, como las cuarentenas o incluso la utilización de mascarillas. Y ya no hablemos de la xenofobia que, en este caso, es del todo indiscriminada, dada nuestra incapacidad para reconocer por su apariencia a las personas que podrían convertirse en fuentes de contagio. Iniciativas más bien fetichistas o supersticiosas, que proporcionan una falsa seguridad y lo que es peor, provocan más perjuicios que los que pretenden evitar.
Seguramente los factores socio-políticos tengan mucho peso en la evolución del episodio. Tal vez, las autoridades de la República Popular China prefirieron inicialmente comunicar unos acontecimientos que no acababan de comprender para ganarse la credibilidad ante Occidente, aunque hay quien dice que no lo querían hacer y que incluso censuraron al oftalmólogo que finalmente falleció infectado. Por otra parte, el conflicto de Hong Kong, desde donde, como es comprensible, aprovechan la ocasión para atacar a los continentales, hace muy difícil averiguar qué pasó realmente.
En este sentido el papel de los medios de comunicación social ha sido determinante. De modo que se puede considerar que han sido los principales agentes de la difusión de la epidemia de miedo que se ha extendido como el fantasma del manifiesto comunista. Y no se trata de culpabilizar al mensajero, a pesar de que el papel de las autoridades sanitarias, con alguna loable excepción como la de María Neira [directora de Salud Pública de la OMS], haya sido demasiado contemporizador con una forma de tratamiento de los datos que, en ocasiones, parece haber violado incluso el derecho a la privacidad y la Ley de Protección de Datos, tan reivindicada en otros casos. En honor a la verdad, algunos periodistas -Milá, Cuní, Francino-, también han hecho públicas sus críticas al tratamiento del asunto por sus medios, aunque sin apenas consecuencias sobre la avalancha mediática.
Críticos y exigentes
Contemplado friamente, resulta comprensible el interés de los medios por satisfacer la curiosidad morbosa de sus clientes, y también la cautela de las autoridades cuando prefieren afirmar que, aunque la situación no es preocupante, están preparados por si emperora, puesto que, de otro modo, seguramente pondrían en peligro sus puestos de trabajo, lo que no obsta, sin embargo, para reconocer que tales actitudes han contribuido a fomentar unas reacciones que no sólo no son útiles, sino que pueden resultar más perjudiciales que la infección misma.
Lo que sí que está muy claro es que el miedo crece y se extiende y, si bien nos ha sido útil en épocas pretéritas -cuando había que salir pitando amenazados por algun depredador-, ahora nos ofusca y distorsiona. Bueno, lo que nos perjudica es no saber gestionar el miedo y la incertidumbre sensatamente. Lo que nos hace muy vulnerables, incluso más que aquellos que realmente están expuestos a la infección. Como ha pasado con las epidemias del ébola, que entre nosotros suscitaron grotescas extravagancias.
Así pues, más que medidas más o menos sofisticadas de salud pública, lo que nos hace falta es aprender a aceptar y prevenir los infortunios, hacernos más críticos y, con ello, más exigentes, y quién sabe si más resilientes. Una reacción que, desgraciadamente, no parece vislumbrarse en el horizonte.
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