En su libro La Vida de 100 años, Lynda Gratton y Andrew Scott describen las oportunidades y retos asociados al gran aumento de la longevidad que se ha producido en los dos últimos siglos, en los que la esperanza de vida ha aumentado a una tasa estable de más de dos años por década. Un joven que tenga hoy 20 años tiene un 50% de probabilidad de llegar a ser centenario. La esperanza de vida media al nacer en el mundo alanzó en 2016, según datos de la Organización Mundial de la Salud, los 72 años, doblando la que se registraba a comienzos del siglo XX. Continúa existiendo una gran variabilidad entre países (algunos en África apenas superan los 50 años de esperanza de vida al nacer, frente a los 83,1 de España o los 84,2 de Japón), pero el aumento de la longevidad es un fenómeno mundial y aún vigente: considerando solo lo acontecido en lo que va del siglo XXI, la esperanza de vida al nacer ha aumentado en el mundo, de media, cinco años y medio.
Yuval Noah Harari, en Homo Deus, advierte del peligro de extrapolar y proyectar tasas de crecimiento de la longevidad similares a las registradas en el pasado reciente (aunque un estudio publicado en The Lancet en 2017, analizando 35 países industrializados, encuentra que la probabilidad de que la esperanza de vida en ellos haya aumentado en el año 2030 es del 65% en mujeres y del 85% en hombres). En el año 1900 la esperanza de vida mundial apenas alcanzaba los cuarenta años de media porque mucha gente moría, señala Harari, por malnutrición, enfermedades infecciosas o por violencia y guerras. Desde entonces, ha disminuido el peso de estas causas de muerte prematura y así se ha permitido al hombre alcanzar lo que pueden ser límites “naturales”, en torno a los ochenta y tantos años de vida.
Quizá haya ahí un techo más difícil de atravesar. Está por ver el efecto que puedan tener en el futuro nuevas tecnologías diagnósticas y terapéuticas, la regeneración de órganos y tejidos, la terapia génica o la confluencia entre biotecnología y avances en computación. Pero hay otro factor que puede ayudar a extender la vida media de una manera más igualitaria y rápida: hacer llegar la tecnología médica ya existente a todos los habitantes del planeta. Como hemos destacado ya anteriormente en esta columna, la OMS y el Banco Mundial alertan de que la mitad de la población mundial carece de acceso a servicios sanitarios básicos y de que más de cien millones de personas entran en situación de pobreza extrema cada año por gastos relacionados con el cuidado de enfermedades. Y la variabilidad en el acceso a la sanidad no solo se manifiesta en la brecha entre países ricos y pobres sino también en la que se da entre diferentes segmentos de población dentro de un mismo país.
Una vida de 100 años obligará a revisitar los actuales esquemas en los que se basa el Estado del Bienestar y probablemente romperá con el patrón de vida al que nos habíamos acostumbrado, dividido en tres etapas secuenciales -educación, trabajo, retiro-. La mayor longevidad supone un cambio de paradigma social que trae nuevos retos, pero es, ante todo, uno de los grandes logros colectivos de la humanidad a lo largo de su historia. La medicina y la industria sanitaria en su conjunto tienen la oportunidad de contribuir a continuar ganando años de vida mediante el desarrollo de nuevos productos y servicios innovadores. Sin olvidar, eso sí, que hay otras innovaciones ya al alcance de la mano que podrían tener gran efecto a corto plazo, utilizando tecnologías ya existentes o rediseñándolas ligeramente. Un ejemplo es el retrete “low cost” que Bill Gates quiere popularizar en países en vías de desarrollo. Otro, hacer llegar la educación sanitaria, la salud pública y hasta las consultas médicas y los programas de gestión de enfermedades crónicas a las personas que aún carecen de estos servicios utilizando la telefonía móvil, de la que ya hay 7.700 millones de líneas en el mundo, más que habitantes tiene la Tierra. Ese es el potencial que encierra ese término aún lastrado por sus connotaciones exóticas, la “salud digital”.
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