El reciente debate político acerca del llamado pin parental, pese a no ser novedoso, no deja de sorprender a quien lleva ya casi veinticinco años investigando en el campo de la toma de decisiones de los padres sobre los intereses de sus hijos. Y no deja de sorprender porque las posturas, una vez más, como ya ocurriera con la educación para la ciudadanía, se presentan como absolutamente irreconciliables. Los denominados cursos intermedios de acción que promueven una postura de equilibrio entre los intereses y valores en juego parecen diluirse en favor de extremismos poco reflexivos.
Los hijos, y es bueno recordarlo en voz alta, sobre todo, tras el profundo cambio de paradigma que supuso la Convención de Naciones Unidas, no pertenecen ni a los padres ni al Estado, se pertenecen a ellos mismos como proyectos singulares de vida, en referencia a la máxima kantiana que prohíbe la cosificación. Sin perjuicio de ello, también es cierto que, si del beneficio de los hijos se trata, sobre todo, antes de encaminar la juventud, son los padres, obviamente, y en modo alguno el Estado, los que mejor pueden apreciar, valorar y determinarlo ya que, como nos recordara una de las mentes más preclaras de nuestro país, el bioeticista Diego Gracia Guillén, el Estado no tiene capacidad para definir lo que es el mejor beneficio para el menor. Esa capacidad sólo puede corresponderles a los padres. La función del Estado es la de vigilar que los padres no traspasen sus límites y su pretexto de promover la beneficencia de sus hijos tomen decisiones que infrinjan el principio de no maleficencia. Y ello es así, continua, no sólo porque los padres suelen querer a sus hijos, sino que es algo más profundo, se trata de que la familia es la principal institución de beneficencia. Así pues, el Estado en modo alguno conforma el mejor interés del niño, salvo por defecto, cuando la decisión de los padres sea maleficiente.
Así, la decisión virtuosa sería lograr un equilibrio entre la voluntad de los padres que buscan habitualmente lo mejor para sus hijos y el cumplimiento del mandato contenido en el propio artículo 27 de la Constitución de educar al menor para que pueda ser un sujeto de convivencia (por eso, precisamente, nuestro Tribunal Constitucional prohibió el home schooling, por no permitir el equilibrio entre las facultades de los padres y el interés colectivo en una educación en tolerancia que prepare para la convivencia). El niño es hoy hijo pero mañana será necesariamente un ciudadano y a tal fin debe también orientarse su formación.
Y la decisión virtuosa tendría también mucha trascendencia en el ámbito de la salud, ya que debemos recordar que la escuela constituye uno de los ámbitos primarios de la salud pública, como, entre otros, recordara recientemente nuestro eminente cardiólogo, Valentín Fuster ¿Es defendible que los padres puedan rechazar la vacunación de sus hijos menores de edad, poniendo en riesgo su salud? Pues lo mismo cabría preguntarse acerca de la posibilidad de admitir un presunto pin parental respecto de formaciones cuyo fin es la prevención de una de las principales fuentes de enfermedad de los menores de edad, sobre todo, adolescentes como son las enfermedades de transmisión sexual ¿Puede un padre negar la asistencia a unas clases cuyo fin fuera, más allá de la promoción del respeto y la convivencia, también la protección de la salud en un campo en el que resurgen los riesgos como lo demuestra el reciente incremento nada desdeñable, entre otras ITS, del VIH?
En todo caso, más allá del mero planteamiento teórico de la cuestión, es también importante atender al contexto en el que se produce el conflicto o debate. Y así, puede también afirmarse que promover asignaturas por parte del Estado que vayan más allá de la formación en conocimientos de los alumnos y que pretendan adentrarse en la propia conciencia ética debe hacerse bajo el exclusivo signo del consenso y del acuerdo, no de la mera mayoría (véase, por ejemplo, dos votos más de la mitad de 350), sino de una amplísima mayoría. En épocas de frentismo y donde se escuchan algunas voces en el propio Estado que pretenden arrogarse, no el presunto mejor hacer, sino una verdad moral, en expresión paradigmática de perfeccionismo, parece que la propuesta de entrar en los espacios íntimos de las familias no ayudará a la convivencia y tolerancia, como nos exige la Constitución, sino a incrementar el enfrentamiento y la demagogia.
El problema radica, como nos dijera el Tribunal Supremo en 2009 con ocasión de la Sentencia sobre la objeción de unos padres a la educación para la ciudadanía, no en la propia asignatura, sino en sus contenidos o en la no adecuación a lo que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos exige, una formación objetiva, pluralista y crítica, pero obviamente crítica hacia todo y no solo hacia lo diestro. El problema radica, pues, no en el qué, sino en el cómo y en el quién. Porque, además, en una sociedad plural no puede exigírseles ni a los padres ni a los hijos aceptar o compartir, sino tan solo tolerar que cada vez existen más cosmovisiones que, aunque no podamos entender, tenemos, al menos, que aprender a convivir con ellas.
Para concluir, como mera anécdota, simplemente señalar que, si el debate planteado ha causado a quien escribe gran perplejidad, la ha provocado aún más comprobar como algunos que vienen a defender la posición del Estado o, mejor dicho, del actual Gobierno, lo hagan con cita de John Stuart Mill, ejemplo único de hijo educado en casa y bajo un proyecto prediseñado exclusivamente por su padre y su maestro Bentham, sin participación alguna del Estado, es decir, el pin parental del siglo XIX (sic!).
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