Se cuenta que el filósofo griego Platón se despertaba mediante un gran reloj de agua con una señal de alarma similar al sonido de un órgano acuático. Dos siglos después, el ingeniero e inventor helenístico Ctesibius ajustó sus clepsidras con un dial y un puntero para indicar la hora, y agregó elaborados sistemas de alarma, que activaban un gong o una trompeta. La mecánica relojera fue perfeccionándose en China, y en las torres medievales de cristianos y musulmanes para las llamadas a la oración. La torre de reloj más famosa aún en pie es posiblemente la de San Marcos en Venecia; lo ensambló en 1493 el famoso relojero Gian Carlo Rainieri. De aquella época proceden los primeros despertadores de uso personal: tenían un anillo de agujeros en la esfera del reloj y se configuraron colocando un alfiler en el hueco apropiado. El primer despertador propiamente dicho lo desarrolló Levi Hutchins, de New Hampshire, en 1787, para poder levantarse a las 4 de la mañana. El francés Antoine Redier fue el primero en patentar un despertador mecánico ajustable, en 1847. Y el primer radiodespertador fue inventado por James F. Reynolds, en la década de 1940.
Hasta no hace mucho no había gran necesidad de aparatos que interrumpieran bruscamente el descanso nocturno, pues en la sociedad agrícola la salida del sol inauguraba el comienzo de un nuevo día. La vida moderna, con sus horarios oscuros e intempestivos, ha traído una interminable variedad de dispositivos y sonidos para abandonar los tiernos abrazos de Morfeo: proyectores de amaneceres con trinos melodiosos, bramidos rockeros, zumbidos crecientes, redobles militares, cacofonías estertóreas y hasta pulseras que sueltan pequeñas descargas eléctricas. Eso, cuando el vecino no se ha adelantado con ruidos de puertas, cisternas o vajillas.
Si se ha dormido poco o el sueño ha sido entrecortado y superficial, el sonido del despertador puede añadir leña a la ira matutina o calmar un poco la furia del violento desvelo, lo que parece además repercutir en el aturdimiento mañanero. Eso sugiere un estudio de la Universidad RMIT de Melbourne, en Australia, que se publica este mes en PLoS One. Medio centenar de personas declararon qué tipo de sonido usaban para despertarse, y luego calificaron sus niveles de atolondramiento y estado de alerta posteriores según criterios estandarizados de inercia del sueño. Los resultados indican que las alarmas melódicas parecen mejorar los niveles de alerta frente a los sonidos abruptos. La elección del sonido puede ser útil para cualquiera que, en nuestro mundo de 24 horas, necesite desperezarse con rapidez, como los trabajadores por turnos, los pilotos o los bomberos, dice el autor principal Stuart McFarlane: “Si uno no se despierta correctamente, el desempeño laboral puede verse degradado en las siguientes horas, lo que se ha relacionado con accidentes graves”. Fuera por tanto los odiosos ‘bip, bip, bip’; en su lugar, parece menos traumático despertarse al ritmo de los Beach Boys o de ‘Close to Me’ de The Cure.
¡Salvad a los niños!
En la línea de los despertares urgentes, The Journal of Pediatrics publicó en octubre de 2018 un curioso análisis del Centro de Investigación de Lesiones y del Centro de Trastornos del Sueño del Nationwide Children’s Hospital en Columbus (Ohio) sobre qué sonidos eran más eficaces para despertar a los niños en casos de incendios nocturnos en viviendas. Probaron en 176 niños de 5 a 12 años cuatro alarmas de incendios diferentes: tres que usaban la voz de la madre y una de tono alto y chirriante, común en hogares y empresas. Los investigadores descubrieron que un niño tenía tres veces más probabilidades de ser despertado por una de las tres alarmas de voz que por el pitido ruidoso. La voz materna despertó al 86-91% de los niños de los que el 84-86% pudieron ‘escapar’ de la habitación, frente al 53% de los despertados por la alarma artificial y estridente, de los que ‘escaparon’ el 51%. Evaluaron asimismo el tiempo de evacuación, pues en un incendio real los segundos son vitales. El tiempo medio para escapar con la sirena habitual fue de 282 segundos, casi cinco minutos, mientras que el de las alarmas de voz varió de 18 a 28 segundos (es decir, una madre chillando en medio del fuego para salvar a sus hijos vence a cualquier estallido artificial, aunque el abstract del estudio -es de pago- no compara los decibelios de una y otras alarmas). Debido a que el cerebro responde de manera diferente al sonido de nuestro propio nombre, incluso durante el sueño, observaron si incluir el nombre del niño en la alarma de voz aceleraba el proceso, pero no hallaron diferencias significativas entre incluir o no el nombre del niño.
“Los niños son notablemente resistentes a despertarse mediante sonidos, pues su sueño es más profundo que el de los adultos”, dijo Mark Splaingard, coautor del estudio. “Por eso es menos probable que escapen de un incendio nocturno”. El estudio se centró en niños de 5 a 12 años porque los expertos en seguridad contra incendios consideran que los menores de 5 años son demasiado inmaduros para reaccionar y, por lo tanto, deben confiar en los adultos para el rescate. Los adolescentes (mayores de 12 años) no experimentan la misma dificultad que los niños más pequeños para despertarse con una alarma de incendios típica.
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