En el año 2015, la polifacética y rubensiana Kim Kardashian, con 122 millones de seguidores en Instagram, puso un mensaje esponsorizado por Duchesnay, el fabricante de Diclegis, un fármaco para las náuseas y vómitos en embarazadas (Kim estaba esperando su segundo hijo). Ese post fue denunciado a las autoridades sanitarias por omitir los riesgos asociados con dicho fármaco y Kardashian tuvo que incluirlos. La periodista, modelo y diseñadora británica Louise Roe, con 700.000 seguidores en Instagram y que padece psoriasis, ha mantenido un acuerdo con la compañía Celgene que fabrica Otezla (apremilast), por el que de vez en cuando cuenta sus peripecias con ese trastorno cutáneo; eso sí, según se informa en la revista estadounidense Vox (nada que ver con el partido político), en sus fotos su piel aparece limpia y sonriente; tampoco dice nada de los posibles efectos adversos del fármaco ni de que no siempre funciona.
Los influyentes (influencers) son desde hace algunos años soportes publicitarios muy rentables, sobre todo para la moda, los viajes, los alimentos o la cosmética, una forma algo insidiosa de márketing social. Pueden cobrar unos mil dólares por cada 100.000 seguidores y unen los productos que anuncian a un estilo de vida envidiable y envidioso. A diferencia de una página en un periódico o una cuña radiofónica, las compañías se benefician del candor y de las historias que cuentan sus afamados protagonistas. Sin embargo, aconsejar un par de zapatos o un pintalabios es muy diferente de promocionar fármacos, dispositivos médicos u otros productos relacionados con la salud. Al omitir o tergiversar información crítica o no presentar otras opciones de tratamiento, como lo haría un médico con sus pacientes, estos influyentes pueden dar a sus seguidores un tipo de esperanza a veces peligrosa y en gran medida incompleta. Las regulaciones sanitarias no se han adaptado aún a este patio de vecinos de magnitud planetaria; en caso de infracción, la sanción repercute en la compañía, no en el inocente influencer. “No puedes esconderte detrás de la divulgación”, decía a Vox Jonathan D. Moreno, profesor de Ética Médica en la Universidad de Pensilvania. “Los influencers asumen cierta responsabilidad, aparte del aspecto legal, cuando promocionan un producto que podría cambiar la vida de otra persona”.
Lesley Murphy, bloguera de viajes, utiliza su plataforma para difundir información a personas que como ella están afectadas por la mutación genética BRCA, que aumenta el riesgo de cáncer de mama, ovario y páncreas. Y ha recogido en Instagram su experiencia de someterse a una mastectomía doble preventiva. También ha anunciado ReSensation, una técnica quirúrgica lanzada en octubre de 2018 que ayuda a recuperar la sensibilidad en los senos tras la reconstrucción mamaria. Lo curioso es que ella no ha probado ReSensation. Y emplea el término #partner para revelar que es una influyente a sueldo, un calificativo demasiado vago para que un seguidor entienda claramente su relación comercial. Tampoco ofrece información sobre la técnica, ni sobre sus riesgos y beneficios. En su blog se descubre que la técnica no se puede usar junto con la reconstrucción con implantes, la forma más común y menos complicada de reconstrucción mamaria, y la que eligió Murphy.
La admiración de tanta gente a estos afamados personajes los convierte a veces en consejeros sanitarios, psicológicos y dietéticos. No es extraño por eso que médicos, enfermeras, dentistas y otros profesionales sanitarios se hayan aupado a estas redes. Mikhail Varshavski, conocido como el Doctor Mike, es un médico de familia de Nueva York descrito en Buzzfeed como “el hombre más candente de Instagram”, y en la revista People como “el doctor más sexy del mundo”, el Derek Shepherd de Anatomía de Grey. Con casi 3 millones de seguidores en Instagram, promueve la salud y de paso promociona los cereales Quaker, el desodorante Old Spice, la tarjeta American Express y el drama médico de la Fox The Resident.
Para depurar y profesionalizar algo la jungla sanitaria de Instagram, el hepatólogo Austin L. Chiang, del Hospital Universitario Thomas Jefferson, donde ha sido nombrado chief medical social media officer, fundó hace un año la Association for Healthcare Social Media (AHSM) así como el movimiento #VerifyHealthcare, que buscan tanto transformar a médicos en influyentes como velar por la transparencia en el campo de la salud en las redes, desenmascarando por ejemplo a dietistas, naturópatas o cirujanos plásticos sin título. “En nuestra formación médica no tenemos ningún tipo de entrenamiento en márketing ni en comunicación cibernética”, declaraba Chiang el mes pasado en la web FastCompany. “Tenemos que influir en estas comunidades digitales”.
La AHSM está construyendo una red de doctores, enfermeras, dentistas, fisioterapeutas y otros profesionales de la salud para entrenarles y desmitificar así las falacias que surcan el ciberespacio. “No estoy seguro de la honestidad de que los médicos promocionen productos de venta libre… Creo que socava su credibilidad profesional”, afirmaba en Vox Arthur L. Caplan, director de Ética Médica de la Universidad de Nueva York. “Cuando comienzas a respaldar, digamos, la aromaterapia, estás diciendo que lo pasaste muy bien en un spa y que redujo tu ansiedad o algo así. Te estás metiendo en la pseudomedicina”.
Como cualquier herramienta, Instagram y otras redes sociales pueden servir para educar y orientar o para deformar y despistar; en materias cosméticas o viajeras, el daño, si lo hubiera, puede ser una estafa o un sarpullido, pero en el ámbito terapéutico, como sucede con las campañas de los antivacunas o con los fanáticos de dietas extravagantes, los riesgos pueden ser mortales.
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