Zen, yoga, mindfulness, cursos de respiración, baños de bosque y centenares de libros de autoayuda. Ante el ritmo acelerado de la vida moderna, cada vez se buscan más técnicas y lugares que relajen el corazón y el cerebro. Los ansiolíticos, ya se sabe, son de los fármacos más consumidos. Hay que huir del estrés celular y de la ansiedad vital pues acortan los telómeros, endurecen las arterias y destruyen las neuronas. Sin embargo, ese permanente equilibrio cardiopulmonar, esa impertérrita paz interior, no se consiguen ni en sueños: las fases de descanso nocturno son una montaña rusa de pesadillas, vaivenes metabólicos y profundas hibernaciones. Psiquiatras y psicólogos saben desde hace tiempo que, a pesar de que niveles elevados o continuos de estrés y ansiedad son poco saludables, ambos fenómenos son inevitables, y a menudo desempeñan un papel útil en nuestra vida diaria.
“Muchas personas se sienten estresadas por estar estresadas y ansiosas por estar ansiosas. Desafortunadamente, para cuando alguien recurre a un profesional en busca de ayuda, el estrés y la ansiedad ya han alcanzado niveles insalubres”, dijo la psicóloga Lisa Damour, autora del libro Bajo presión, en la reunión anual de la Asociación Americana de Psicología, celebrada el mes pasado en Chicago.
El estrés se desencadena por lo general cuando las personas operan al límite de sus capacidades, cuando las circunstancias les obligan a esforzarse más allá de sus posibilidades laborales o familiares. Sin olvidar que puede ser resultado de acontecimientos tanto buenos como malos: un despido es muy angustioso, pero también lo es la llegada del primer bebé. “El estrés es inherente a la vida: unos niveles moderados cumplen una función inmunizadora, entrenan para tareas más difíciles”, explicó Damour, conocida colaboradora del New York Times.
Al igual que el dolor, “la ansiedad es un sistema de alarma interno, probablemente transmitido por la evolución, que nos alerta de amenazas tanto externas -un conductor que se desvía peligrosamente de su carril- como internas, como cuando nos vemos obligados a retomar el trabajo después de un tiempo de descanso”. Si no es invasiva, considerarla útil y protectora permite aprovechar sus ventajas efervescentes. “Si un alumno se muestra nervioso ante un examen próximo para el que aún no ha estudiado, me apresuro a asegurarle que está teniendo la reacción correcta y que se sentirá mejor en cuanto se sumerja en los libros”, ilustraba Damour.
Hay que empezar a preocuparse cuando el estrés es crónico o traumático (psicológicamente catastrófico). “Causa daño cuando excede el nivel que una persona puede absorber o usar razonablemente para desarrollar su resistencia psicológica. Del mismo modo, la ansiedad se vuelve poco saludable cuando su alarma no tiene ningún motivo. En ocasiones, es desproporcionada a la amenaza, como cuando un estudiante sufre un ataque de pánico ante una prueba menor”. En tales casos, puede desencadenar síntomas adicionales, como depresión o mayor riesgo cardiovascular, y entonces se requiere ayuda médica.
Damour también exhortó a no dejarse seducir por la llamada ‘industria de la felicidad’: autores, compañías o programas de televisión que venden la idea de que las personas deberían sentirse relajadas la mayor parte del tiempo. “Hay que procurar el bienestar de la gente, pero sin poner la meta en la felicidad permanente. Es una idea peligrosa porque es inalcanzable, y los desmentidos cotidianos aumentarán la sensación de que la vida es miserable”.
El ser humano no está diseñado para ser feliz, escribía a finales de julio en The Conversation el psiquiatra español Rafael Euba, del King’s College de Londres. La naturaleza desaconseja un estado de satisfacción porque bajaría la guardia contra posibles amenazas. “La búsqueda de la felicidad como un ‘derecho inalienable’ ha ayudado a crear una expectativa que la vida real se niega obstinadamente a cumplir. Porque incluso cuando se satisfagan todas nuestras necesidades materiales y biológicas, un estado de felicidad sostenida seguirá siendo un objetivo difícil de alcanzar, como descubrió Abderramán III, califa de Córdoba en el siglo X. Fue uno de los hombres más poderosos de su tiempo y disfrutó de logros militares y culturales, así como de los placeres terrenales de sus dos harenes. Sin embargo, hacia el final de su vida decidió contar el número exacto de días durante los cuales se había sentido feliz: ascendieron exactamente a 14”.
Frente a esa aspiración universal a la felicidad, uno de los fundamentos de las religiones, Euba piensa que es una construcción humana, una abstracción sin base biológica. “El hecho de que la evolución haya priorizado el desarrollo de un gran lóbulo frontal en nuestro cerebro (que nos brinda excelentes habilidades ejecutivas y analíticas) sobre una capacidad natural para ser felices, nos dice mucho sobre las preferencias de la naturaleza”. Un ejemplo extremo sería “el fracaso de la naturaleza para eliminar la depresión en el proceso evolutivo (a pesar de las desventajas obvias en términos de supervivencia y reproducción); la depresión como adaptación juega un papel útil en tiempos de adversidad, ayudando al individuo a desconectarse de situaciones arriesgadas y desesperadas en las que no puede ganar. Las reflexiones depresivas pueden tener incluso una función de resolución de problemas durante tiempos difíciles”.
A nadie se le escapa la coexistencia del placer y del dolor, de emociones mixtas, claroscuras, desordenadas y, a veces, contradictorias, como la vida misma. “Postular que no existe la felicidad puede parecer un mensaje negativo, pero el lado positivo, el consuelo, es el conocimiento de que la insatisfacción no es un fracaso personal. Esta fluctuación es, de hecho, lo que te hace humano… y por lo que deberías alegrarte”. Una visión quizá no muy esperanzadora, pero que desinfla esa burbuja ilusoria de la felicidad terrena a toda costa.
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